En tiempo real: no se esperaba menos de una catástrofe que nos abofeteara a mano abierta en esta época de redes sociales. Y eso hemos tenido, el minuto a minuto desde los primeros días para vencer la irrealidad audiovisual que nos modela, verdadera marca de nuestra generación, esto es, ese lapso desde que llega la información repentina hasta que la asimilas por completo, digerida y separada de una película de Hollywood aunque te alcance por las mismas pantallas. El guion de Contagio (2011) se parece increíblemente a la realidad de este abril, con H1N1 y SARS y uno nuevo que es el protagonista oculto de la cinta, y murciélagos que baten las alas en China, cierres de ciudades y mejor lávate las manos, mantén una distancia de seguridad y no te toques la cara. Vaya previsión la de los guionistas. Incluso el mapa que aparece en el metraje es idéntico al que vemos actualizado cada hora a través de la Universidad Johns Hopkins. Y aún antes, como broma macabra, videojuegos (Pandemic versión cutre flash y su evolución Plague Inc) donde asumes el control de un virus con el objetivo de contagiar y destruir a todo el planeta.
La realidad se empeña en superar siempre a la ficción. Aunque haya costado asimilar que esto ya no se termina apagando las pantallas que hablan exclusivamente del asunto.
Tengo una vecina adolescente que el día 3 de confinamiento se reía en voz alta (y maleducada) de lo exagerados que éramos ante una simple gripe, qué barbaridad la gente usando mascarillas en la cola-con-distancia-social de la farmacia. Ahora pasea a su perro (nos cruzamos el día 27 d.conf.) pertrechada con un equipo de cirujano, mascarilla ffp2 y guantes, cabizbaja. Se han sumado varios influencers y youtubers de distintos países retransmitiendo su subjetivo día a día con los síntomas leves o moderados del covid-19, así se habrá convencido de que no es exactamente como una gripe.
A estas alturas de confinamiento qué te voy a contar. El primer mes se aleja, gastado entre las paredes de casa. Espero que estés bien. Conozco de primera mano casos leves y casos muy graves que ya no verán la recesión de 2021. Espero que tú y tu familia os encontréis bien.
A estas alturas ya hemos masticado mil y un titulares obscenos, clickbaits con mala divulgación científica, declaraciones aberrantes de políticos cuando en una crisis sanitaria debería primar la vida de los ciudadanos y no tener más poder aparente (aunque es una buena estrategia de comunicación si puntúas altísimo en la escala Hare de psicopatía) junto a un batallón de memes, y memes reaccionado a esos memes, y tanta información reenviada por múltiples cadenas de WhatsApp de tu tía, tu prima o tus amigos, o bulos muy bien inventados pero es que lo dice un médico de no sé qué hospital o un periodista de no se sabe dónde.
Dramas paradójicos floreciendo aquí y allá. El primero, lejanísimo, monjas de asistencia que abandonan a los que asistían y huyen, seguido de algún paciente testado como positivo que también huye del centro hospitalario al estilo fuga de Alcatraz, o los vecinos que parece que huyen de sus casas según juzgan o creen entender otros vecinos observadores, convertidos en una Gestapo balconera o un simulacro de inquisición franquista porque jalean al resto para que se chiven a la policía del que anda, en apariencia, despreocupado y sordo al encierro por ley. Carteles amenazadores a los vecinos médicos/enfermeros del edificio para que se vayan a otro lado, un hotel por ejemplo, escritos desde el miedo ante el peligro nanométrico e invisible, cómo se les ocurre ponernos en peligro dejando (seguro que lo hacen) los pomos y botones del ascensor comunitario llenos del virus que se traen del hospital. Que se vayan lejos y después aplaudimos todos los días a las 8 de la tarde desde la ventana, bravo por los sanitarios y su trabajo, todos los días, héroes, ole por ellos, pero mejor si no son el vecino del cuarto. Un mes aplaudiendo. Treinta y cinco días. Cuarenta. Ya no sabemos ni por qué aplaudimos, quizá a nosotros mismos, al resto de vecinos que acabamos de conocer por las terrazas diarias y los breves gritos de ventana a ventana. Hola, qué tal. Cómo está tu madre. Feliz cumpleaños a tu niño, era en abril, ¿no? Sí, pasado mañana, verás que sorpresa. Y dos días después un coche de policía local atraviesa la calle con un chirriante megáfono que canta 'cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te desean tus amigos de Parchís'.
Absurdos de no poder reunirse varias personas en un funeral pero sí amontonarse para ir al trabajo, sí poder sacar al perro a dar una vuelta por la manzana pero no a los niños, castigados sin aire de la calle hasta que llega el decreto que lo permite. Y la aparente relajación extrema en algunas ciudades según las mismas cuatro fotos con perspectiva engañosa de gran angular, porque fotógrafos, diseñadores o fotoperiodistas tienen tiempo de explicar cómo se hacen esas imágenes y cuál es la distancia real pero los policías de balcón, de twitter y de facebook ya se han quedado calvos por tirarse de los pelos ante un país completo de aparentes irresponsables.
A estas alturas también hemos visto el después de ese estallido creativo del primer momento. Artistas e influencers, como monos de feria, aprovechando la ola de motivar y entretener y dar vida a sus canales durante las primeras 72 horas (eterno debate entre cultura/entretenimiento) como si nadie se hubiera quedado nunca en su casa sin salir durante varios días. Directos, canciones, un poema bochornoso que no escribiría ni un niño de 5 años jugando de broma a imitar poesía pero lo han escrito autores que sí salen en prensa como si el género interesara algo. Ya andan por el olvido esas estrofas.
Después el agotamiento de esa explosión.
Después el eco de los que peleamos día a día desde la periferia y ya estábamos acostumbrados a resistir. ¿En todo este año ya no tendremos la calle? Nuestras pantallas van a ser más casa que nunca. El viaje hacia Madrid para recital en el Aleatorio quedó pospuesto al coincidir con el pico de la epidemia.
Confieso que también he hecho un directo con lectura poética en Instagram, cuando habían pasado dos semanas. Quería hacer todas las cosas que se quedaron a medio hacer. El encierro me pilló a medio hacer, intentando regresar a la escritura en abierto, a los vídeos, a los libros. Pero han pasado 15 días, 20, 30. Vergüenza, miedo o sentido ético por no ser oportunista. ¿Tiene sentido volver ahora? ¿Tiene sentido sumarse a tal explosión de vida en pantalla? Esto no es una fiesta, ni siquiera es una cuarentena real para muchos que no nos ha rozado el virus. ¿Por qué nosotros sí vamos a bailar y hacer el idiota en vídeos múltiples?
Han pasado los primeros 15, 20 y 30 días. Ya cincuentena. Me fui al encierro pendiente de un hilo por unas pruebas médicas por síntomas múltiples y graves, no coronavíricos. Había que descartar algún tumor o piedras escondidas en alguna parte de las tripas. El hogar medio roto, un termo que no da agua caliente, una grieta, unas reparaciones imposibles porque las tiendas de suministros están cerradas. Una batería del coche por cambiar. Un negocio físico previsto para abril cuya apertura se canceló. Este proyecto iba a complementar mis talleres ahora detenidos por la cuarentena. y como eran lo único en marcha y contrato por horas, las solicitudes (tan fáciles por la pantalla cuando no se puede ir a la oficina) han dejado un paro igual al salario simbólico de hace 20 años como becaria. Que viene a ser una cifra entre 150 y 151 euros al mes.
La vida a medio construir, nada nuevo, paralizada de golpe cuando parecía arrancar con ideas, estas sí, nuevas.
Las pantallas se llenan con centenares de expertos ofreciendo sus servicios en talleres literarios. Apunto ideas en mi libreta, sin descanso. Ha llegado el primer indicio de pánico durante el encierro: se gastaron todos los bolígrafos negros en casa. Esa actividad menospreciada, tan facilísimo conseguir en el chino libretas y bolígrafos, ahora es imposible. No, pero queda uno nuevo, el boli de emergencia.
Siempre he tenido uno.
Con ese bolígrafo apunto a mano citas y horas, direcciones de farmacias con mascarillas disponibles, un resumen de los resultados.
Apunto esquemas de síntomas y esquemas de ejercicios. He asistido a una charla/taller vía Facebook sobre cómo no escribir un bestseller durante el confinamiento, evidentemente evento de humor irónico ante la amenaza de una masa crítica escribiendo sus diarios de confinamiento, y respiro aliviada porque me he escapado por los pelos de la ironía: lo de las tripas es sólo un déficit agresivo de cierta vitamina, ese es el motivo de tanta fatiga en los últimos meses, el motivo de haberse dejado la vida a medio hacer, no haber invertido por completo en el negocio que hubiera saltado por los aires con su cierre abrileño justo al inaugurarlo por no ser esencial. Tantas veces repetí la simpatía por El signo de Marte que sería kafkiano acabar en un encierro donde sólo pudiera escribir mis memorias mientras un tumor me ponía fecha exacta de caducidad, menudo panorama. Apunto listas de alimentos con la vitamina faltante.
Descubro que no he visto los síntomas de depresión orgánica aunque los tuviera delante de las narices y ser un tema para los exámenes de junio. Que no he podido escribir ni una sola línea. Las primeras líneas escritas sirven para solidificar los pensamientos-imágenes que no encajaban juntos, entre ellos esta ajenidad a la reacción de la masa que veo en las pantallas: no, no he podido notar ninguna diferencia entre la vida en confinamiento y la vida de los últimos cinco meses que llevo sin escribir. Que en marzo de 2020 se cumplían 20 años exactos del mes que pasé confinada por enfermedad respiratoria infecciosa. Del primer "sueldo" de becaria, que es exactamente igual al de ahora. Que el miedo y la incertidumbre laboral/vital son exactas a cuando la crisis en 2010. Esas mismas pantallas sólo reflejaron soledad, distancia e indefensión aprendida, vieja conocida. ¿Otra vez? ¿Por qué se repite todo otra vez, no es curioso?
¿Aprenderemos algo esta vez?