La fugacidad del tiempo la advertimos en esos pequeños detalles que nos otorga la vida, como a mí me ocurrió ayer al subir a un ascensor. Era el de un inmueble en el que habité en el pasado. Fui a ver a un amigo convaleciente quien, por cierto, no estaba. Quise imaginar que eso era buena señal, pues intuí que andaba en franca recuperación y paseando por la ciudad.
Ocurre que no nos damos cuenta de los años transcurridos hasta que reparamos en un algo. Busqué en los buzones el piso exacto al que yo iba. Y descubrí el que me sirvió para recibir cartas que entonces consideré trascendentales en mi vida. Estaba lleno, copioso de correo de alguien que, intuí, no habitaba en la que un día fuera mi casa. La curiosidad me hizo leer el nombre del inquilino al que se dirigía toda aquella correspondencia. Deduje que la vivienda, que yo disfruté en régimen de alquiler, seguía perteneciendo a mi antiguo casero.
Subí al ascensor y vi el botón que apreté durante dos años de mi existencia para que aquel habitáculo se elevara hasta el sexto piso. Me dio un escalofrío al evocar alguna de las vivencias allí sentidas. Como ya he dicho, mi amigo no estaba. Bajando hacia la puerta, hice memoria. Habían pasado más de veinte años desde mi salida. Y ya ni recordaba si alguna vez había vuelto por allí. Qué fragilidad la mía.