Acabo de llegar del trabajo.
Bueno, hasta ahora lo llamaba así, no sé cómo se le llama a algo que ya no existe, que ya no es. Me han despedido, o bueno, no me han renovado. Llevaba tanto tiempo encadenando contratos temporales que ya apenas sabía lo que firmaba, garabateaba en un papel que me plantaban en las narices y ni siquiera lo miraba, mi vista seguía en el ordenador, entre tipografías, imágenes y programas de edición, dando saltos de una cosa a otra, terminando el detalle que faltaba al diseño que me habían encargado.
Jolie me recibe moviendo la cola y olfateándome las manos, luego se tumba en el suelo y me mira. Quiere que la acaricie, sabe que me calma. Quizá ha sentido el olor del fracaso o de la vergüenza, lo que sea que llevo encima, tal vez las dos cosas. Me arde haber alcanzado los treinta sin trabajo, un piso diminuto con un alquiler por los techos y con casi nadie para tomarme un par de copas. Dios, menos mal que la tengo a ella, poner mi cara en su pecho para escuchar su respiración mientras acaricio su pelo negro es lo único que me salva ahora mismo.
Me levanto, me quito los zapatos, tiro la mochila (la que se puede tocar, no la del fracaso) en cualquier parte y voy directo a la cafetera, donde sé que me esperan los restos del café que he preparado esta mañana. Lo echo en mi taza de Iron Man y ni siquiera lo caliento, me siento en el sofá y miro al frente, al vacío, por donde pasan todos estos últimos meses como una bonita película de terror y me vienen a la cabeza tres pensamientos:
- ¿Qué coño hago yo ahora con mi vida si ni siquiera tengo el currículum actualizado?
- ¿Cómo les digo a mis padres que tal vez tenga que volver a casa?
- ¿Por qué demonios tengo los libros de la biblioteca ordenados por colores si hace daño a la vista?
Resoplo y doy un largo trago al café, asumiendo que tengo muchas cosas que hacer.