Llevo dos semanas en esta habitación y todavía no me he aprendido su geografía. Al oeste, el escritorio de la mesa redonda y sonrosada. Al este, las fotos del Salar de Uyuni dejadas por la antigua inquilina, que en el puro estilo mestizo de esta ciudad resulta ser suizo-japonesa.
Ya amanece muy temprano y mi cortina de seis euros es tan opaca como un velo de novia. Así que en las muy contadas ocasiones en las que el sol se deja ver, que en febrero fueron exactamente dos, le ilumina el trasero a los flamencos bolivianos, sumergida su trompa ganchuda en la laguna.
Hoy ha sido uno de esos días en los que he logrado adivinar su presencia. Los escapes de los coches, aquí tan extraños como platillos volantes, sonaban aun más apagados. Y sin embargo, desde la misma distancia, llegaba nítido el tintineo de las cadenas de las bicicletas. El turco de la tienda de ultramarinos descargaba su furia pala en ristre contra la acera. El patio sonaba a pan bizcochado bajo las pisadas de los vecinos. Y ras, ras, ras, alguien rascaba un parabrisas con un cepillo duro.
Hoy me he descubierto un poco más nativo y un poco menos ausländer. Porque aun sin haberlo visto he conseguido intuir que, al abrir la ventana, el aire inmóvil y transparente abrazaría un paisaje blanco. Hoy he aprendido a escuchar la nieve.