Revista Literatura

Días de pálida belleza

Publicado el 16 enero 2012 por Netomancia @netomancia
Era un buen día para morir. No tenía dudas. Corría una brisa suave que acariciaba la piel. El cielo estaba cubierto por pequeñas nubes amontonadas y en el horizonte se asomaban las islas, distantes y salvajes, como lo hacían cada día, desde que tenía memoria.
El bote resposaba sobre el agua, en un vaivén calmo y hasta hipnótico. Dentro, el hombre ya había arrojado un par de rifles, la carpa y una mochila con provisiones. Buscó con la vista los remos, que recordaba haber dejado cerca del muelle que con sus manos había construido en su juventud.
Estaba preparado, así que respiró hondo y miró por última vez su humilde casa y la costa que la rodeaba. Escuchó ladrar al perro, pero lo ignoró a pesar del corazón que le pedía volver y soltarlo. No podía, alguien lo haría más tarde.
El agua lo invitaba a internarse río adentro. El sol entibiaba su rostro, casi con dulzura. Sus ojos estaban atentos, observaban los puntos lejanos con ávida experiencia, aguardando el menor movimiento sospechoso. Algunos pájaros surcaron el cielo y sus sombras se proyectaron sobre la viva superficie marrón, de textura brillante y movimiento continuo.
Las islas se acercaban en la medida que sus brazos empujaban más y más los remos. Aquel era un ejercicio que conocía bien, pero era la primera vez que lo ejecutaba para salvar su vida.
Su casa era un punto en la orilla cuando vio el humo desprenderse hacia el cielo. Habían llegado. Ya sabían que había escapado y pronto se harían al río con furia y desesperación. Debía llegar rápido a las islas, buscar un escondite, refugiarse un tiempo prudente y luego seguir tierra adentro hasta encontrar otros brazos del río e intentar la fuga hacia destinos remotos.
De vez en cuando miraba hacia la columna de humo y se preguntaba cómo es que había ocurrido. Aún no lo entendía. Al menos, no comprendía su conducta. De repente todo lo que conocía se había esfumado y en su lugar se habían plantado sentimientos tan horrendos como lo que hizo.
Seguía sin entender. Él, que jamás había utilizado sus armas que no fuera para otra cosa que la caza, él que desde chico le habían enseñado a respetar a los demás y sobretodo a las mujeres. Él, que ahora escapaba tras la masacre que había cometido en el pueblo. Así, de repente, tras un click en su cabeza, sin siquiera entenderlo.
Si, era un buen día para morir. Después de lo que había hecho, era lo menos que le podía pasar. Cerró los ojos y aflojó sus brazos, dejando de remar.
El bote quedó en el río, sin moverse. Pronto le darían alcance y se cobrarían venganza. Él lo sabía bien, y así lo quería. La muerte lo salvaría del infierno que bullía en su mente. Existían días hechos para morir y ese era uno de esos.

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