El sol calienta un poco, no tanto como parece. Es lo que tiene el final del otoño. El día más corto del año es el veintiuno de diciembre, todos los saben. Es cuando entra el invierno. A partir del día siguiente, el de la musiquilla esa de la lotería, las jornadas van creciendo. Uno no sabe cuánto, si nos hemos de fiar de algo que una vez oímos, un minuto al día.
Diciembre es un mes desaprovechado y aplazable. Todos los asuntos son pospuestos hasta el año siguiente. Menos el frío.
Diciembre es mes de aceitunas y escarchas. De anhelos, de balances siempre negativos, de proyectos que lo seguirán siendo. La escarcha es la nieve de los lugares que no somos ni chicha ni limoná, no estamos tan altos para que el meteoro orne nuestras calles y campos —sistemáticamente, se entiende—, ni tan bajos para no reventar de frío. Por eso, las escasas veces que la cellisca cubre nuestro panorama de blanco, la gente sale a tomas fotografías y a pintar cuadros con fruición. Cuando hace mucho frío, cuando un hielo cae sobre otro y no se va la escarcha en semanas, las gentes piden:
—¡A ver si nieva ya, qué desfogue el tiempo!
Las aceitunas son pequeñas y duras, sin concesiones a la estética. Aguantan lo que les echen. Los olivos están alabeados y doblados por el peso de los pecados del género humano que en ellos se depositan. Por eso, Nuestro Señor Jesucristo, habló con el Padre, amargamente pero sin reproches, en un olivar, antes de que fueran a prenderlo. Los olivos —y las aceitunas— soportan que los breemos a palos, con las varas, sin quejarse. Solamente se vengan, muy de vez en cuando, metiéndonos una hoja en un ojo. Ahora las varas son de fibra de carbono, ligeras pero contundentes. Antiguamente eran largas y de lorquiano castaño. Los olivos tienen mucho de padecimiento y romance del granadino, rimando penas a golpe de vara y soleá.
Doña Purita Ortiz se casó en diciembre, con tristeza, anuencia y un velo de organdí. El prendero le aconsejó el tul ilusión, el género que ella había escogido era para los vestidos de comunión.
—¡Ya, pero lo quiere así mi novio!
En la boda de doña Purita Ortiz pusieron pepitoria de gallina en el convite. Con almendras y huevo duro picado. Y rellenos. Ahora, a la pepitoria de gallina, le dicen “guiso de las bodas de Camacho”. Pero entonces, doña Purita no sabía nada de eso. Guisaron el platillo en ollas vidriadas rojas, en la lumbre, sobre trébedes.
Las bodas de antiguamente, y más las de diciembre, parecían cuadros de Gutiérrez Solana.
Después de la comida, repartieron café y copas de coñac Peinado o anís la Tomellosera (seco o anisete) y farias de la Coruña. Las vitolas las guardaron para el suegro que las coleccionaba por motivos: guerras, reyes, países, etcétera. Después se pusieron en una mesita, sentados los novios y los padrinos a recibir los sobres de los invitados.
A los pocos meses, doña Purita Ortiz yacía con los ojos cerrados y el semblante anuente en el centro de la sala, entre cuatro velones. Se fue sin dar un ruido.
—¡Ya, pero lo quiere así mi marido!