Revista Talentos

¿Diferente museo con el mismo collar?

Publicado el 25 junio 2020 por Ivandelanuez

Iván de la Nuez

¿Diferente museo con el mismo collar?

Después de la pandemia, ahora sí, cambiaremos los museos. Su sentido, su aforo, el concepto de las exposiciones, la magnitud de sus dispendios, la interacción con sus visitantes… ¡Lo que sea!

He aquí los buenos propósitos, y las grandes consignas, con las que sus directores pretenden alargar la vida de las instituciones y, quizá, la suya propia al timón de éstas. Lo curioso es que antes del virus ya arrastrábamos años ventilando una crisis que nos parecía “definitiva”, a la vez que pedíamos unos cambios que desde entonces considerábamos inaplazables. Como si este modelo que hoy se cuestiona por enésima vez no llevara todo el siglo XXI aplicándose parches en una huida hacia delante que lo llevó a saltar de Nueva York a Rusia, de Rusia a China, de China a los Emiratos. (Ya sólo falta ponerse en manos de Elon Musk para encontrar remedio en la estratosfera). O como si hubiéramos olvidado que hace apenas unos meses el Consejo Internacional de Museos (ICOM) había lanzado una convocatoria para cambiar, precisamente, la definición de la palabra “museo”, pues a sus gurús les pareció caduco su significado de toda la vida.

Y es que el Arte Contemporáneo también puede ser ese mundo en el que salvamos una crisis estructural con un retoque en el diccionario. Ese cuyos próceres hacen malabares entre las primaveras árabes y los petrodólares. Una burbuja en la cual agarramos con la mano derecha el capital de la oligarquía latinoamericana y con la izquierda esgrimimos la ideología bolivariana. Ese perímetro precintado en el que los constructores del paradigma son los abanderados del cambio de paradigma. Una realidad paralela en la que los centinelas de la Bastilla y los dueños de la guillotina se han fundido -aquí Blanchot- “en una sola y misma presencia”.

Poco importa que, a todas luces, resulte disfuncional la brecha entre su apuesta desmedida por el arte político (hiperprogramado en instituciones, galerías y hasta ferias) y su mínima capacidad de incidencia en la política artística. O que sea evidente su insolvencia para recortar la distancia entre una retórica tan grandilocuente de lo público y el lugar tan diminuto que ocupan las acciones concretas del arte en la conciencia del público.

¿Cuál es, entonces, la propuesta lanzada esta vez para la postpandemia?

Pues lo cierto es que hemos escuchado desde directores demandando un Plan Marshall para el arte hasta aquellos que lo equiparan al papel higiénico en la jerarquía de nuestras necesidades. Asimismo, se han sacado de la manga algunos trucos ya vistos en crisis previas. Tal es el caso de la apelación al “proceso” y el “conocimiento”, a la “acción social” y las “prácticas artísticas”, al “perfil pedagógico” de los museos y su lugar en el “empoderamiento de la sociedad civil”. 

El problema es que los eufemismos, como recuerda John McWorther, son como la ropa interior: “tienes que cambiártelos cada día”. De lo contrario, apestan. Y es suficiente un sencillo ejercicio de búsqueda en Google para constatar cuánta falta hace poner en marcha la lavadora. Basta con teclear uno de estos conceptos mágicos, proceso por ejemplo, para comprobar que la búsqueda nos remite a 663 entradas en el Reina Sofía o a 860 en el MACBA, mientras que en el MoMA “Work in Progress” se encarama hasta los 131.327 resultados. (Mi última comprobación es del domingo 7 de junio de 2020).

En fin, que ni esta pócima es tan nueva, ni puede presumir de créditos demasiado fiables a la hora de salvarnos.

Hace más de una década, ante el crack financiero del 2008, la panacea del proceso y del cambio de paradigma ya corrían por los pasadizos de este mundillo. Al mismo tiempo que los museos publicaban cada vez menos catálogos o libros ante los recortes presupuestarios. Mucha apuesta por el conocimiento, hasta que aprietan los problemas y tiramos por la borda los soportes idóneos para alojarlo.

Más allá del repertorio de frases manidas, aquello que parece mantenerse inmutable es “el poder del display” (aquí Mary Anne Staniszewski). Como si lo primero a salvar fuera la exposición, que ha pasado de ser un capítulo del arte a convertir el arte en un capítulo suyo.

¿Ninguna esperanza en el horizonte? No tanto. Abordando su supuesta falta de porvenir, el ya citado Blanchot escribió que “cualquier gran arte se origina en una carencia excepcional”. Y lo cierto es que, si conseguimos sustraernos de la superproducción digital reciente, la pandemia también nos ha dejado un síntoma interesante: después de su obstinación por el siguiente oasis -esa pulsión por la próxima Tule que le alargaría la vida-, o de sublimar las instituciones que alojarían tal supervivencia, vimos cómo el mundo del arte se vio obligado a volver a casa y aterrizar en una galaxia hecha a la medida del artista.

Claro que sabemos que esto ha ocurrido por la fuerza mayor de un virus planetario y que su impacto apenas durará el tiempo que demore esa maquinaria llamada Arte en reajustar su control sobre esa pieza del engranaje llamada Artista. Pero, al menos en ese instante, hemos advertido que sin ese mecanismo hay una vida, y que en esa vida los artistas pueden recuperar parte del poder perdido y una conexión más directa con sus interlocutores. También hemos confirmado obviedades tan atendibles como que la ampliación física de los museos es mucho menos importante que su ampliación mental, que los programas deberían estar por encima de los edificios, los proyectos sobre los directores, el cómo a la altura del qué.

En el caso de España, todo este debate tiene lugar en medio de un desacuerdo absoluto del sistema del arte -conocido como El Sector- y el gobierno. Sobre todo después que, en medio de una serie de actuaciones erráticas, el Ministerio de Cultura anunciara la cifra de un millón de euros como ayuda al arte para mitigar los estragos del virus. Dado que el arte alcanza alrededor de un 14% del total con el que la cultura contribuye al PIB, lo primero que resalta, conociendo otras ayudas y otros gremios, es el agravio comparativo.

Y eso que el asunto no va sólo de dinero, o que cualquiera sabe que ese millón y algunos parches posteriores no alcanzan para reconstruir un modelo obsoleto, ni para atenuar la crisis de los museos, ni como paliativo a la precariedad de los artistas, ni para dar respiro a esos interlocutores que vuelven una y otra vez de las oficinas con las manos vacías, ni para levantar la estima social de un grupo cada vez más confinado en su propio lenguaje.

Como un Rey Midas al revés, el ministro Rodríguez Uribes ha dado un toque mágico que, sin resolver ninguno de los problemas, consigue enconarlos a todos. Incluso un castigo de cero euros hubiera dejado el lustre de cierta épica. Pero lo que queda al descubierto con este ninguneo es la poca importancia dispensada a esta esfera, el casi nulo conocimiento de sus particularidades y el escaso peaje político que se paga por incordiar a sus protagonistas.

Dicho esto, sería un gravísimo error creer que los problemas del arte sólo se deben a la ineficacia ministerial (por alarmante que esta sea) o que estos puedan arreglarse manteniendo imperturbable la esencia de los museos y de quienes los dirigen, que son parte también de su crisis.

La incógnita es si sabremos enfilar el rumbo hacia un lugar que no sea ni la realidad paranormal del modelo artístico ni la realidad neonormal del modelo político. Si continuaremos en ese pugilato estéril o si tomaremos, por fin, la rienda de unas soluciones que están más allá de un millón, pero más acá de un ministro.

(*) En la imagen, House Attack, intervención de Erwin Wurm en el Museo de Arte Moderno de Viena.

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