El conocimiento es un castigo. Una maldición. Una vez que se empieza a ver es imposible volver atrás, es impracticable el desinterés, es inútil la retirada. La ceguera es una ilusión ya lejana, el don mágico con el cual contábamos un día y que, por designio caprichoso, perdimos violentamente por ocuparnos de las cosas triviales en lugar de ocuparnos de nosotros mismos. Y se hizo la luz. Y entonces vimos. Y quisimos apartar la mirada. Pero no funcionó. Si hubiéramos estado alertas, nos hubiéramos mantenido a salvo de la maldición, nos hubiéramos quedado quietos en nuestros casilleros, hubiéramos evitado a toda costa acercarnos de modo alguno al saber, al conocimiento, a la verdad. Si nos hubiéramos ocupado de nosotros mismos, el esfuerzo lo hubiéramos puesto en permanecer a una distancia prudencial y segura de cualquier empresa que amagara con levantar el velo que caía sobre nuestros ojos; hubiéramos blindado a prueba de ambiciones nuestro temple para vivir en paz. Porque uno cuando conoce, desea; uno cuando sabe, sufre. Y no tenemos que sufrir. Es mentira que como especie estemos predestinados a sufrir, como esbozan por ahí muchos ignorantes e inconformes, esos que son payasescos remedos de otros que sí veían, que sí estaban malditos, pero que hablaban siempre por ellos y no por todos los demás. Ponerse a la altura de los malditos además de confirmarnos como idiotas nos confirma como ególatras. Entiéndase, los castigados son elegidos, y son los menos. Los castigados de verdad, porque claro, está lleno de verborrágicos energúmenos que se quejan de su infelicidad y despotrican contra quién sabe quién lamentándose porque su desgracia proviene del entendimiento. Absolutamente falso. Esa infelicidad es la normal, usted es un infeliz porque es un infeliz y punto, por ninguna otra razón, y por eso mismo usted no es un elegido, un conocedor. Usted no sabe nada. Usted es menos que una cucaracha. Y el sabedor es la cucaracha. El arrastrado, el perseguido, el escalafón más odiado, la pesadilla más recurrente. El que sufre en serio, no como usted; usted no es nada, usted es menos que una cucaracha. Pero no es culpa suya, porque no lo sabe, no podría saberlo. Debería estar contento y feliz por no saberlo, eso lo exime de la maldición, lo mantiene en el lugar cómodo y seguro que todos ansían. Y esa es una verdad que se extendió a todos por igual, una lección, un mandamiento; lo único que hay que hacer para salvarse del delirio es quedarse tranquilo, no molestar, no moverse, no intentar, avanzar hasta ahí nomás, hasta un lugarcito en el que nada moleste mucho, hasta un rectangulito ilusorio de bienestar. Pero ojito con sacar un pie más allá, ese es el momento fatídico. Y después no hay vuelta. La queja de los energúmenos como usted proviene de la falsa creencia de merecer más. Lo lamento, no se merece más. Ese es el límite del disfrute, si se tiene más se sufre más. Y aunque usted parezca estúpido, no lo es. En realidad nadie es tan estúpido como para elegir la luz ante la oscuridad. Es una trampa tonta. Por eso los descuidados que se dejaron engañar y abandonaron la aldea hoy son penitentes eternos que deambulan entre las sombras. Esclavos para siempre de eso que no tiene nombre y tiene varios. Esclavos del inminente tiro en la frente.