Revista Diario

Disfraces

Publicado el 30 marzo 2011 por Quique
DISFRACESAlaska, 30 de marzo de 2011,
A veces no hay nada mejor para hablar de la profesión de uno que tomar distancia y explicarla usando otra profesión en apariencia muy diferente. En ese sentido el fútbol triunfa. Todo el mundo sabe que, desde Guardiola, explicar el trabajo en equipo y el liderazgo es más sencillo. Por lo menos mientras siga ganando. Por mi parte me asomo al periodismo, entre otras. No soy periodista, solo un gran aficionado, como al que le gusta el cine o la ópera . Será porque es una profesión sobre personas que a veces encuentro más respuestas a mi profesión en un libro sobre periodismo que en uno sobre educación social.
A partir de una noticia en el diario, el lunes escribí en  facebook una pregunta que generó un interesante debate: ¿Si un periodista prepara una trampa para generar una noticia ¿quién es más tramposo, el periodista o el que cae en ella?.
Yo creo que el periodismo tiene que investigar los hechos. Debe explicar la noticia, no poner trampas para crearla.Vamos a jugar. Imagínese que un periodista se hace pasar por un ladrón para que usted caiga en una estafa. Imaginemos que usted cae. No es sólo que el periodista ha dejado de ejercer su rol en el momento en que se ha puesto el disfraz de ladrón (ergo, no está haciendo periodismo), es que además la historia que ha creado ha dejado de pertenecer al terreno de los hechos y la verdad. Porque, dado que tampoco es un ladrón, sino alguien que se disfraza y finge serlo, lo que sucede no es más que una ficción. Si además de no ser buen periodista cojean sus dotes de actor quizás se trate de ficción de la mala. ¿Cuando acaba la ficción y empieza la realidad?. ¿Justo en el momento en que usted cae en la trampa? ¿Porqué? ¿Quién lo dice? ¿Quién puede demostrar que usted no ha caído en la trampa, que sólo siguió el juego a un mal actor? etc, etc.
En los albores de la educación social también se nos invitaba al disfraz. Recuerdo un dibujo que se distribuía con cierto éxito entre los estudiantes. Había un educador, o eso ponía, vestido como un jovencito, del que salían flechas con los atributos personales que debía tener cualquier educador social que se preciase. No recuerdo la lista, pero era extensa. La mayoría de cualidades tenían que ver con el buenrollismo. Todavía colean. Chiquilladas. Como decía mi admirada Violeta Nuñez, visto el dibujo, era evidente que educador no podía ser cualquiera. Dada la falta de instrumentos y argumentos para ejercer el rol propio se disfrazaba uno poco menos que de adolescente. Y cuando eso pasaba lo que se producía ahí no era educación. Era ficción. Ficción con acné.
La ficción siguió durante algunos años con la eterna y cansina discusión entre despacho y calle. Todavía colea. Era lógico, en esa profesión todavía en pañales el despacho representaba el mundo adulto. Lo contrario era la calle. Nos encantaba la calle, como a los niños. Pero no se equivoquen, no se reivindicaba la calle como un espacio de posibilidades educativas o culturales de calidad. Tampoco se criticaba el despacho como metáfora del anquilosamiento. Eso vino después. ¡Que va! Se reivindicaba la calle como encuentro de más ficción adolescente y más disfraces. Qué me van a contar a mí, que estudié en una época donde se debatía casi con fiereza, una fiereza juvenil, si el educador debía probar las drogas para hablar de ellas. Pues eso, disfraces.
Afortunadamente la entrada de la educación social en la universidad en los noventa fue limpiando a la profesión de prejuicios e infantilismos. Aunque no del todo. La universidad ha dado rigor y prestigio a la profesión pero sigue teniendo lagunas formativas. Siempre las tendrá. Tres o cuatro años de estudio dan para lo que dan. Hace falta trabajar. Lo que pasa es que los educadores que ejercemos no nos hemos ocupado del todo de rellenar esos vacíos formativos. En general, y salvo excepciones, hemos explicado poco nuestro trabajo. Cuando lo hemos hecho no nos hemos detenido lo suficiente en explicar de qué va eso de picar piedra y  las trincheras. Nos ha parecido demasiado poco y hemos acabado abusando de la retórica.
Cuando hay dudas sobre el rol profesional, cuando no se ponen sobre la mesa los instrumentos y las herramientas para ejercer el trabajo, el riesgo del disfraz siempre está presente. Porque en realidad la pura retórica no abriga. Nuestro trabajo versa en buena manera de acercarse a otro humano y generar su confianza, es normal que nos sintamos desnudos y busquemos el calor de otros ropajes. Cómo no voy a ser comprensivo si desde que empezó este post no hablo de otro que no sea de mí  y mis experiencias.
Los ropajes varían. En servicios sociales hoy son las ayudas económicas con las que “enganchar” a los usuarios, las actividades que se hacen como "excusa" para trabajar otros objetivos, o el exceso de trabajo burocrático y de gestión los que disfrazan nuestra desnudez. Mañana serán otros.
Si tenemos herramientas propias, instrumentos, argumentos, habilidades, podemos presentarnos ante el otro como lo que somos. La relación educativa empieza a serlo cuando el rol no se confunde. Cuando comprobamos, por fin, que es el rol propio el que nos ha de vestir. Paradógicamente, es desde este rol que uno puede permitirse si quiere el disfraz, el cambio de rol como juego, la imaginación y la creatividad. La diferencia fundamental es que se hace desde el lugar del adulto, sin pretender ser lo que no se es. Lo cual permite al otro saber (a) lo que se está jugando.
En el próximo Laboratorio de Ideas queremos compartir y registrar todos los instrumentos que utilizamos en nuestro trabajo, todas las habilidades, herramientas que permiten la relación educativa. Va a ser un inventario de estrategias al que están invitados a participar todos los lectores de este blog. Ayer hice unos cálculos muy por encima. He hecho más de cinco mil entrevistas desde que empecé en esto. Sumadas las de los doce  educadores del Laboratorio, quizás sobrepasen las veinte mil. Algo sabremos sobre nuestro oficio.http://factorialossanchez.blogspot.com

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