—¿Estás seguro?
—Sí, sí, seguro.
—Bueno, como quieras. No sé lo que dirá mamá —concede el padre, o supuesto padre, de la criatura—. Hala, es tu turno.
Esto promete.
La monitora ofrece al pequeño el repertorio habitual de disfraces coloristas. ¿De osito, de mariposa, de tigre, de payasete...?
—De Joker.
—¿Cómo?
—Quiero disfrazarme de Joker. El malo de Batman. Pero no de uno que hace de payaso, sino del malo de verdad.
Hay oficios que siempre estarán mal pagados, no cabe duda.
La circunspecta e ingenua monitora se queda mirando fijamente los ojos azules y netos del niño antes de dirigir su vista hacia el que ejerce de padre. Interrogación y ayuda. Éste responde con una expresión inexpresiva, que se podría traducir como: «lo normal, es lo suyo que un niño quiera ir de Joker, ¿no?» El buen hombre está bien adiestrado en compostura.
La joven, pragmática, se rinde sin más trámite. Sabe a quién tiene que preguntar cómo se hace, y el niño le da instrucciones sencillas y precisas.
Mientras se consume el aderezo, me acuerdo del último festival navideño del colegio. Unos alumnos de bachillerato, los más rebeldes y jaraneros, se atrevieron con la coreografía de Smooth Criminal disfrazados de jokers (celebraban su éxito en el secuestro de Papá Noel, burlando la custodia de agentes de la NASA). Claro: ese pequeño debe de ir al mismo colegio, deduzco.
El teatro, es lo que tiene.
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