El divorcio, para el que nadie te prepara, te pone, de la noche a la mañana, en unas situaciones límite e inesperadas, que le pondrían la piel de gallina al mismísimo Robinson Crusoe.
Yo, sin ir más lejos, que parece que soy tonto del culo y no las veo venir, poco después de cerrar la puerta de mi matrimonio tras de mí, me vi con el agua al cuello de manera fulminante. Y es que, con apenas unos pocos euros en el bolsillo, una maleta con algo de ropa, otra más con unos cuantos libros, cogí las de Villadiego _inconsciente de mí_ sin haber tomado las mínimas precauciones necesarias para garantizar, al menos durante un breve período de tiempo, mi supervivencia.
Ése _que no el único_ fue un error mayúsculo, pues en un santiamén me vi, con cara de bobo, delante de un cajero para sacar algo de pasta de la cuenta hasta la fecha común, sin atinar a entender por qué cojones el puto cajero acababa de tragarse mi Visa nada más la inserté en la ranura correspondiente, tratándome como si fuese un chorizo que intentaba de sacar, con alevosía y premeditación, dinero ajeno con una tarjeta de crédito recién robada.
El misterio de la tarjeta desaparecida no empezó a dilucidarse hasta el día siguiente cuando, puesto en contacto con mi banco, para denunciar al cajero automático que me la había birlado ante mis propias narices, me encontré con la papeleta de que no sólo había perdido mi tarjeta para siempre, sino que, para rematar la faena, tampoco tenía _pese a ser cotitular_ acceso a ninguna de mis cuentas bancarias.
En efecto, como muy habéis adivinado (cosa que no hice yo), la otra cotitular de esas mismas cuentas _hasta ayer mismo pichoncita mía_ no tuvo mejor ocurrencia que la de desactivar mis tarjetas todas, impedirme el acceso a todas mis cuentas y, para acabar de joderme por completo, montar en la oficina bancaria _antes común y desde ese momento, sólo de ella_ semejante pollo de colores que, acojonados perdidos, los del banco se dejaron convencer _delinquiendo como bellacos, qué os voy a contar..._ de que debía ser eliminado como titular de una cuenta donde guardábamos varios miles de euros para caso de apuro.
Obviamente, tras mandar a la mierda mi presunción de inocencia (si me hubiese querido ir con la pasta, no habría salido de casa con lo puesto...), se me aplicó la ley del forajido, dispara a matar, porque la razón de aquella felonía, de aquella bajeza y puñalada trapera, no había que buscarla en el joderme a mí vivo, no, ¡qué mal pensado soy!, sino en "proteger el dinero de los niños", nuevos titulares, al parecer, de los fondos íntegros que _en la parte que le correspondía_ ganó su padre con sudor.
Es decir que, en cuanto empiezas a oler a padre divorciado, los demás te la clavan por el culo sin vaselina y, lejos de admitir que el odio es tan ciego como la justicia, lejos de caérseles la cara de vergüenza, justifican sus actos en un por si acaso y amparados en que el sospechoso _vaya usted a saber por qué_ de querer clavársela a los demás, a traición, con nocturnidad y alevosía, eres tú.
Tócate los cojones, Manolín.