Divismos

Publicado el 06 diciembre 2009 por Eandres
Según el diccionario de la RAE, divo, en su primera acepción se define como “Dicho de un artista del mundo del espectáculo, y en especial de un cantante de ópera: Que goza de fama superlativa”. El sabio catálogo apunta además que el término es usado en muchas ocasiones en sentido peyorativo. El caso es que esa fama superlativa suele ser un distorsionador de la realidad importante y, para muchos, incomprensible. En este entorno, los “divos” y “divas” se encuentran allá donde su fama les sitúa. Y así nos encontramos divos operísticos, rockeros, poperos, teatrales, cinematográficos, literarios… y ante esta avalancha, los “mortales” nos topamos con historias sobre flores de colores como requisito para alojarse en un hotel, toallas por miles para actuar en determinado evento, compras estrafalarias, destrozos… Excesos propios del divo-a: divismos, tal y como recoge la RAE.
Y luego está esto del fútbol. Claro. Son muchos los ejemplos de divismo en el mundo del fútbol, en el de antes, aunque en menor medida, y en el de ahora. Se trata de otro tipo de excesos, resulta evidente. Pero son excesos, no lo olvidemos. Hablemos del Real Madrid-Almería.
Un día de incipiente frío mesetario de principios de diciembre, en pleno puente, el Almería visita el Bernabéu. Un buen portero (Diego Alves), un interior rápido de la estirpe íbera-escurridiza tan característica de las Hispanias Bética, Lusitana y Tarraconense (Albert Crusat), un medio granítico de destacables cualidades defensivas (M’bami) y algunos honrados profesionales más, dirigidos por el mejor rematador de la historia de Chamartín (Hugo Sánchez). Entre los locales, Cristiano vuelve al Bernabéu en Liga. La cosa empieza muy bien para los blancos. Pero Alves hace su trabajo. Tras 20 minutos frenéticos de empuje blanco, Alves mantiene su red tal y como la dejó el linier. Diez minutos después, Cristiano, acostado a la derecha del gol norte, centra con clase a la cabeza Ramos. Sergio se eleva, poderoso, sobre Acasiete, algo tímido, la verdad. Golazo. Tras la celebración circense del sevillano, Cristiano, le recuerda que el pase ha sido suyo. Nos vamos al descanso.
En el inicio de la segunda parte, el Real Madrid se descompone (según un agudo espectador sentado a mi espalda, aún más de lo que estaba…). Iker salva una estirándose abajo a su izquierda. En la jugada siguiente, en pleno desconcierto blanco, Soriano empata de rebote. Luego, Uche marca también. El rumor va en aumento. Cristiano se agita. Se le tuerce la cosa. Escucha algo resignado las indicaciones de Alonso que, superado por M’bami, trata de recomponer la figura del equipo con evidentes gestos que exhortan a sus compañeros a juntar las líneas. Cristiano va a lo suyo. En una jugada como otra cualquiera, agrede a Crusat, al que le saca una cabeza. Roja directa, espeta el parroquiano de detrás, algo mosqueado ya. Y esto es lo que piden los jugadores del Almería. El portugués, lejos de arrepentirse, manda callar a sus oponentes. Mantenella e no enmendalla. Alonso ladea la cabeza.
El empuje del Madrid propicia el empate de Higuaín y, tras esto, viene la jugada del penalti, a juicio de muchos, inexistente. Cristiano se apodera de la pelota, decidido a arreglar el desaguisado pateando desde los once metros. Chuta con su derecha a la derecha de Alves quien, adivinando la trayectoria, se estira y salva. El rechace lo recoge Benzema que, a la sazón, llega con presteza sospechosa. Marca, eso sí, de forma inapelable. Cristiano se queda absorto en los once metros. Granero se dirige al luso quien, en su mundo de divo, no comprende cómo él no forma parte de la fiesta. Ni mira a su compañero.
Aquello sigue, ya en otro tono, con el Almería muy menguado. Dos minutos después, Higuaín se escapa por la derecha. En su carrera, ve a Cristiano que cobra ventaja por el centro gracias a su extraordinaria velocidad. Centra. Cristiano acomoda su carrera a la llegada del balón y marca. En su celebración se dirige a la esquina este del fondo sur, justo al lado contrario de donde le llegó el pase. Donde están los fotógrafos. Va quitándose la camiseta. Cuando por fin se zafa de ella, le espera la foto. Allí está él, sin un compañero que le haga sombra. Como un Antínoo del siglo XXI. Pleno de sí.
Tarjeta amarilla, era evidente. Cinco minutos después, llega el exceso final. En una jugada donde Cristiano tuvo la oportunidad de combinar con hasta tres compañeros, se entregó a la filigrana innecesaria. Ortiz, que no quiere ser parte de la fiesta, le tira una tarascada fea. El portugués devuelve el golpe aún más a destiempo. Segunda amarilla. Igual era roja directa, pero como indica el acta, se trata de la segunda amarilla. Dos espectadores a mi derecha comentan, algo azorados, el pase de modelos del cuarto gol y se acuerdan de su inutilidad. El agudo parroquiano recuerda que el próximo partido de liga se juega en Mestalla, que no es poca cosa. Este ha sido el partido de Cristiano, para lo bueno, que es muchísimo y para lo malo, que es más de lo que debería.
Cristiano vale el precio de la entrada. Y es, de largo, el mejor jugador del equipo. Sin embargo, se hace difícil pensar en un liderazgo del luso en el grupo a tenor de su comportamiento. ¿Cómo se podría adecuar sus actuaciones a lo que se espera de él? ¿de qué forma se han de conducir sus excesos? ¿cómo gestionarlo? ¿quién debe hacerlo? En suma, ¿cómo alinear los objetivos individuales con los grupales en los equipos humanos? Aquella vieja pregunta con una esquiva respuesta...

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