Doce nombres de mujer y una flor de cinco pétalos

Publicado el 19 agosto 2010 por Saludyotrascosasdecomer
Antonio contrajo la tuberculosis tres semanas después de enrolarse en el ejército. Tenía diecisiete años y estuvo ingresado en un hospital militar de San Fernando de Cádiz durante dos meses. Fumaba quince cigarrillos cada día. Un compañero de habitación, como regalo de despedida, le tatuó en el pecho el nombre de su madre, Carmela, y una flor de cinco pétalos. Le dieron el alta y fue declarado no apto para la vida militar. Con la declaración metida en el bolsillo de la camisa entró en un burdel del puerto y gastó el dinero que tenía en vino. Después se acostó con Daniela. A la mañana siguiente regresó al hospital y le pidió a su antiguo compañero de habitación que le tatuara el nombre de Daniela en el antebrazo izquierdo. La próxima vez elige la puta que tenga el nombre más corto, no la que tenga las tetas más grandes, le dijo al oído el compañero mientras se abrazaban para despedirse de nuevo.
Antonio sirvió diez años en el destacamento que la legión tenía en el desierto del Sahara. Nunca nadie le pidió el papel que, doblado dentro del bolsillo de su camisa, terminó por convertirse en polvo. Durante ese tiempo se hizo tatuar diez nombres más. Una mañana, cansado del calor asfixiante del desierto, desertó y, cantando soy el novio de la muerte, cruzó el país hasta llegar a la casa que su madre tenía en las montañas del norte. De su padre, militar noruego, nada sabía, excepto su apellido: Gundersen. Carmela nunca le hablaba de él. Pasó veinte años con una luz encendida en la cabeza rastreando hasta encontrar y picando hasta agotar las vetas de antracita que la montaña escondía en su interior. Por aquella época, bebía dos litros de vino y fumaba treinta cigarrillos cada día. Una noche, después del trabajo, escupió una sustancia gomosa y negra. Fue a ver al médico de la mina. Un mes más tarde el cartero llevó a su casa la carta de la jubilación. Antonio dobló el papel por la mitad y lo guardó en el bolsillo de la camisa.
El día que murió Carmela, vistiéndose frente al espejo del armario, Antonio pensó que ya era hora de tatuarse el decimotercer nombre de mujer. Después del entierro, se acercó al prostíbulo de la carretera y siguió el consejo que hace tantos años le diera un compañero de habitación en el hospital de San Fernando. A la mañana siguiente buscó a alguien que quisiera tatuarle el nombre de Eva en la parte anterior del muslo derecho. No lo encontró.
Antonio entra en la consulta. Pesa cuarenta kilos, desde hace meses tiene disnea para vestirse y cada mañana tose sin descanso durante media hora. Después pasa agotado el resto del día. En la radiografía del tórax se ven puentes fibrosos que, como telarañas, retraen los pulmones y aire atrapado en lugares del pecho donde Antonio no lo puede alcanzar para aliviarse. Te levantas de la sillas y acudes a su encuentro. Extiendes el brazo para ofrecerle tu mano abierta y, mientras la estrecha con fuerza, observa con curiosidad el dibujo que llevas tatuado en el antebrazo derecho. Vaya, doctor, usted es de los míos, de los que se tatuan el nombre de las chicas, dice a la vez que te guiña un ojo. Por cierto, ¿no conocerá usted a nadie por aquí que pueda tatuarme tres letras? Sonríe y empieza a toser.