-”No hay por qué avergonzarse”- oí, en tono grave e impostado, al ver la luz al final del túnel del desmayo.
No entender nada no me impedía apreciar el fulgor de los brillos que los candelabros proyectaban en su Rolex falso, que adornaba su fibroso antebrazo, vacacionalmente moreno e inmaculadamente hidratado.
-”Es usted afortunado de tener tal mujer a su lado”- engolaba su voz como galán de telenovela, mientras besaba con mirada lateralmente lasciva el dorso de la mano de mi reciente esposa.
-”Le daré mi contacto en caso precisara de mis servicios”- remató, antes de partir, con sus impolutos mocasines blancos, para continuar devorando ruidosamente su bandeja de ostras frescas.