Dogmas

Publicado el 22 junio 2011 por Gasolinero

Una vez vi en un pueblo cercano y satisfecho de si mismo, a un tipo que afirmaba cargado de razón, que no creía para nada en el origen divino de la humanidad, ni en los dogmas sobre la virginidad de María, ni en los santos, ni en ninguna de las religiones y sus derivados. Pero de lo que no albergaba ninguna duda era del origen extra-terrestre de la vida del planeta y estaba convencido que nosotros los hombres, descendíamos directamente de alguna estirpe de alfacentaurenses, contraviniendo a Mr. Darwin y sus monerías.

Escrito está el primer párrafo, siempre es el más difícil. Ahora podría establecer el paralelismo entre el anterior aserto y los tiempos que corren, abundando en la banalidad de los mismos y mentando a Chesterton, incluso. Mas no me apetece, hace mucho calor y, sobre todo, no soy quien para juzgar a nadie, ni para escribir una epístola moral de tanto predicamento en este medio. Cada cual que crea en lo que pueda.

No obstante y sin intentar juicios morales, rescato una entrada que no tuvo mucho predicamento en su momento, dada la escasa inspiración y que llevo ya más de dos días sin actualizar la bitácora. Se titula «La otra gente», como el libro de relatos del maestro Cunqueiro y en ella describía unos cuantos de los inocentes locales  ya fallecidos.

Jesús (a) «Los hombres», trabajaba en el Bar Alhambra (restaurant) llevando los platos de aperitivos de la cocina a la barra y los trocitos de pan para acompañarlos a los que llamaban pícolos. También bajaba los barriles de cerveza a la cueva y los pinchaba cuando era menester. Hablaba muy rápido juntando palabras en una jerigonza ininteligible que finalizaba sentenciando: «los hombres, los hombres», ya más pausado. Se subía los pantalones hasta la mitad del tórax, amarrándolos fuertemente con un cinturón de cuero. Le quedaban los tobillos al descubierto y el fondillo se le metía hasta el píloro, marcando las partes blandas. Era muy bien mandado y poco protestón aunque de vez en cuando se llevase algún soplamocos, más por su bien que como castigo, pues ya se sabe, a los inocentes no se les puede dejar. Era cuarentón y murió pronto y sin dar un ruido. Para que quería darlo si no lo iba a oír nadie.

Tito «El Alegete», muerto también cuarentón e inocente, se paseaba por la plaza con una estrella de sheriff en la camiseta pidiendo documentaciones a todo el que veía, pues según contaba, el comisario le había hecho de la secreta. Medía dos metros y tenía complexíón atlética, seguramente no había nada que corregirle pues nadie le cascaba. Bailaba muy bien rumbas, poniendo cara de arrobo, dando palmas sordas y moviendo la pierna izquierda como Antonio González «el Pescadilla». Creyente a pies juntillas de la vida extraterrestre, estaba convencido que sería abducido por seres de otra galaxia, no en un ovni: en un patrio platillo volante.

Venancio, alias «el Ranchero», o «Rancherete» por la talla, vestido con blusa, pañuelo y boina, se movía entre el Bar Lovi y el Bar Felipe, únicos establecimientos donde permitían su entrada, a la caza de un chato, moviendo compasión y aguantado lo que fuese por un vaso de vinazo, siempre mirando hacia arriba.

En aquellos años oscuros estos personajes y otros muchos, hicieron mucho por la vida del pueblo, aliviando desgracias al servir de comparanza, como el sabio de «La Vida es Sueño». Otras veces como chanza alegrando el espíritu de los tristes labriegos. O como chivos expiatorios, de tan buen resultado para la vida rural.

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