Revista Literatura
"Se están muriendo gente que no se han muerto nunca", dicen en la película Carmina y amén de Paco León. Coincide con la expresión que decía mi abuela, sevillana de origen como la familia León: se está muriendo gente que no se había muerto antes.
Es una frase que verbaliza el sentimiento de extrañeza que se nos queda en el cuerpo cuando se marcha gente conocida, pero del lado de conocida tipo famosa, un nombre, gente pública, personas con un halo perenne. La muerte viene a ser un incordio sorpresivo.Y además de esa frase, tantas veces escuchada, recuerdo también otra especie de chiste muy negro que siempre ha contado mi padre, un completo inútil para los chistes prefabricados; rasgo heredado por mí, encima, y constato que sólo recuerdo dos "chistes", van dos y se cae el del medio, o su versión zafia, van dos y tu madre es puta, y el segundo es el que transcribo al hilo de haberlo recordado:
Le dice el recién muerto al vivo: doctor, doctor, es la primera vez que me pasa.
Y es que somos olvidadizos por naturaleza, por un lado, y por el otro vivimos en una sociedad (digamos, occidental) con unos conceptos muy raros respecto a ese punto; al menos, no los comparto. Cuando hay un susto, un accidente que casi no lo cuenta, una enfermedad, un familiar que muere, se nos queda el susto encima y la voluntad de aprovechar los segundos vitales que, de repente recordamos, son finitos; pero olvidamos, somos olvidadizos, y cuando transcurre un período más o menos largo vuelven los grandes sufrimientos por pequeñas tonterías frívolas.
A veces no, claro, a veces hay quien cambia para siempre y ya no se olvida. Ese tipo de gente suele acabar por escribir libros o manuales de autoayuda contando sus ECM -experiencias cercanas a la muerte- túneles de luz y etcéteras. Pero la mayoría olvida.
A mí no se me olvida nunca. Desde muy temprana edad he estado fascinada por la muerte (qué bonita palabra, fascinada) y esa fascinación la he sublimado a través de todos los dioses y diosas de la Muerte, de todas las épocas, por los que siento un apego especial. Como si fueran mi familia. O qué. Si poseo tantos conocimientos sobre mitología comparada es porque empecé leyendo sobre las advocaciones al respecto (Hades, Anubis, Plutón, Iama, ...) y luego vino el resto, como rebote.
Para hacerme entender por ojos ajenos, lo explico como soy una gótica frustrada. No he tenido querencia por ir disfrazada de vampiro, por mucho que me gusten; a lo máximo que llegué fue a un curso universitario, reducido a la temporada otoño-invierno, en el que tuve la costumbre de salir de marcha con los labios pintados de negro y el pelo por los hombros, falsamente rizado. Pintacas, oiga. Y la chaqueta larga de cuero también. Es que revisionaba todos (todos) los días algunos minutos de El Cuervo. Hasta que me cansé.
Es justo la presencia de la muerte lo que hace disfrutarlo todo tanto, y ser feliz, y que el dolor duela y la alegría alegre; que parece una gran tontería, pero nadie lo hace. Se supone que la felicidad es estar feliz, todo el puñetero rato. Ah, qué error, la felicidad en realidad es estar, con todos los rangos posibles.
Todas estas ideas necrológicas aparecen ante la sorpresa por la muerte del deportista Yago Lamela, o por el contenido de muchos panegíricos en prensa. Porque el personaje público recuerda, o la manera en cómo se cuenta recuerda, que la mediocridad planea sobre nuestras cabezas; mediocridad es poder hacerlo todo o tener grandes proyectos y no llegar a ningún sitio nunca. Y además, ser consciente de que no se ha llegado. Y que la anestesia social sea inútil para no ser consciente.
Ni el mensaje más radical, de la muerte sobre la propia cabeza, sirve para atreverse, no tener miedo, romper moldes y otras cosas similares -qué bonito quedan y qué bien y qué caro lo venden en manuales de coaching- sobre dirigir la propia vida, si la última palabra depende, en las postrimerías, de que otros digan sí o digan no. Qué clase de libertad es esa.
Así no hay manera.