Este domingo se escucharán dos textos del Evangelio. En el primero, se narra la entrada de Jesús en Jerusalén, y con ella se nos invita a participar en una entrañable escenificación, en la que también nosotros acompañaremos a Jesús con palmas y ramos de olivo. Con los cantos que nos propone la liturgia para ese acto y los que la religiosidad popular ha conservado, las comunidades cristianas aclaman a Jesús como lo hizo la multitud en Jerusalén: «¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo!» A pesar de estos títulos, todo se hace sin pompa, para que nuestro homenaje a Jesús tenga el mismo tono del relato evangélico. El Señor, para que se cumpla la Escritura, aparece montado en un borrico y rodeado del afecto jubiloso de los que le aclaman. De ese texto, que le da nombre y clima al Domingo de Ramos, se puede decir que preludia pasión -a eso sube Jesús a Jerusalén-; pero también anuncia resurrección, porque ese triunfo, aunque momentáneo y quizás efímero, ya recuerda la victoria del Señor resucitado. Pasado ese humilde momento de gloria, ya en la Eucaristía, se escucha en los templos la Pasión, este año según San Mateo, el evangelio que presenta a Jesús como el Señor del Reino. Mateo se encarga de poner de relieve que «esto sucedió para que se cumpliesen las Escrituras de los profetas». Es su forma de decir que Jesús es siempre el Señor, aunque lo veamos en una frágil apariencia y en situación de debilidad. En la Pasión según San Mateo, se nos muestra el amor sin límites de Jesús. Toda ella es un acontecimiento de docilidad filial al Padre y de solidaridad fraterna con los hombres, como se pone de relieve en la institución de la Eucaristía, con la que empieza el relato, en la que Jesús anticipa el misterio de su muerte. En el pan entregado y en la sangre derramada, su Pasión es un don, y sus sufrimientos en la cruz son una entrega total de sí mismo. Tras la Cena Pascual celebrada por Jesús con sus discípulos, vendrá un recorrido dramático en el que podemos contemplar a Jesús como varón de dolores, que termina muriendo por nosotros y por nuestra salvación. Y, tras la Cruz, viene el sepulcro, donde germina la esperanza. Pero ésa es otra historia, muy unida a ésta, que enseguida tendremos que contar. Esta semana lo que toca es contemplar a Jesús, como dice san Ignacio en los Ejercicios espirituales, como si su divinidad estuviese escondida. ¿Quién pensaría que Jesús es el Hijo de Dios en cada uno de los crueles y humillantes pasos de su Pasión, o en la contemplación de Jesucristo en la cruz, con su corazón traspasado? Como es una semana densa en meditación, les animo a entrar en ella con una lectura pausada y orante de la Pasión según el evangelista Mateo. Seguro que encontrarán los tesoros que están escondidos en esas situaciones que está viviendo Jesús.
+ Amadeo Rodríguez Magro obispo de Plasencia
Evangelio
Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, en el monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: «Id a la aldea de enfrente, encontraréis enseguida una borrica atada con su pollino, los desatáis y me los traéis. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto». Esto ocurrió para que se cumpliese lo dicho por medio del profeta: «Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica, en un pollino, hijo de acémila». Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó. La multitud alfombró el camino con sus mantos; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad se sobresaltó preguntando: «¿Quién es éste?» La multitud contestaba: «Es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea». Mt 21, 1-11
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