En el 2016, a los 33, compré mi primera bicicleta. Por años les tuve miedo y por años, también, cargué con la vergüenza y la sensación de haber fallado, de ser incapaz, de mostrarme a las personas fuerte en unas cosas y al final en esta mentir, desviar las charlas y temblar.
Una vez la compré, no me bajé de ella, luego compré otra (la del invitadx) y otra para el por si acaso, y lo que más extrañaba cuando estaba de viaje era darme una vuelta en mi bici.
Llegué a tomarme selfies con ella.
Era innecesariamente vistosa, innecesariamente grande, innecesariamente pesada. Era la incorrecta pero era la mía y era la primera.
La primera vez que realmente la usé, iba a casa de mi hermano. Un trayecto de 40 min. Estaba nervioso y me golpeé varias veces con el pedal y puse mal los cambios y veía como todo el mundo, incluida la señora de 200 años, me pasaba cual rayo, pero seguí. Cuando ya faltaba una cuadra para llegar, con el orgullo bien alto porque, a pesar de todo, estaba por coronar, me tropecé, me enredé, perdí el equilibrio y me caí sobre un montón de bolsas de basura. De esos momentos que duran 3 segundos y se sienten como 3 años. La vida y sus enseñanzas.
Ahora soy mucho menos torpe y menos nervioso, con más experiencia de sus partes y de sus sonidos, fluyo y me entiendo con las bicis. Hemos llegado a un acuerdo de uso y a un convenio emocional de manejo.
Ayer la monté por última vez antes de desarmarla y enviarla donde mis papás. La del invitado se fue y la del por si acaso también. Quedé nostálgico y triste, y feliz y triste, y emocionado y triste. Al final, era mi primera bici. La de la adultez del ahora y la de la niñez de siempre, la de de este yo, la de mis 33 de entonces y la de los 36 de hoy.