Charles Dickens
Dickens escribía folletines, y es el padre fundador del Best Seller. Era, si no el Dan Brown de su tiempo, sí el Stephen King o el Ken Follett. Su literatura era esencialmente popular, y escrita en un formato esencialmente barato porque no iba dirigida a las clases altas que podían comprar costosos volúmenes encuadernados, sino a las clases bajas. Escribía para los trabajadores manuales, los obreros, los tenderos, el proletariado y hasta el lumpenproletariado, esos (en palabras de su contemporáneo Karl Marx, que le leía y admiraba) “vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros o mendigos” muchos de los cuales eran analfabetos. No importaba, porque las entregas de los folletines de Dickens se aguardaban con avidez y se leían en voz alta, en público, en tabernas, en pubs, en comedores sociales, en portales, en mercados, alrededor de una hoguera o una chimenea. Sus novelas seguían fielmente las fórmulas conocidas del melodrama, el relato de misterio y el de aventuras, y estaban llenas de golpes de efecto para conseguir los cuales Dickens empleaba todos los trucos de la caja; del sentimentalismo al susto, de la intriga a la sátira, de la muerte trágica a la providencial coincidencia (véase la muerte de la pequeña Nell en La tienda de antigüedades: pura manipulación del lector) La gran mayoría de sus novelas tienen una estructura dramática canónicamente convencional. Su habilidad para componer personajes era asombrosa: ahí están y ahí han perdurado David Copperfield, Fagin, Scrooge, Oliver Twist... su estilo era florido y poético, pero huía de la complejidad, que habría confundido a su público, y que por tanto habría comprometido su capacidad para comunicarse con él. Escribir complicado no es sinónimo de alta literatura; muchas veces lo más complicado es escribir sencillo, muchas veces es en la sencillez donde radica la excelencia literaria. La frontera entre el folletín (o el best seller) y la alta literatura es delgada, borrosa y muy permeable. Y Dickens se paseaba cómodamente por ella, con una pierna a cada lado.Nadie como Dickens ha sabido dar reflejo literario a la estratificación social del Londres victoriano y a las consecuencias del orden económico impuesto por el primer capitalismo; y lo reflejó mediante el escepticismo ante la fachada de respetabilidad de la familia burguesa y la identificación emocional con el hombre (y la mujer) común, sobre todo con los más humildes, con los que se mueven en los márgenes del sistema, con sus víctimas. Y ahora, por fin, vamos con Capital, de John Lanchester.Portada de la edición original de "Capital"
Lanchester, hijo de banquero, se ha mostrado en el pasado bastante competente a la hora de elaborar un retrato literario del momento económico actual; ya lo hizo en su notable novela El puerto de los aromas, en la que la ciudad de Hong Kong, verdadera protagonista de la novela, se mostraba como el campo de pruebas del capitalismo moderno; o en su ensayo ¡Huy!: Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar, en el que con británica ironía y un punto de mala leche describe los entresijos de ese mismo capitalismo moderno y cómo nos ha hundido en esta crisis fundacional del siglo XXI. Pero es en Capital (irónico título ¿homenaje a Marx?) donde realiza un gran retrato del Londres del siglo XXI y de paso y por el fondo, un gran retrato del capitalismo moderno y sus consecuencias sociales. Durante el año previo a la bancarrota de Lehman Brothers, con los nubarrones negros de la crisis ya apuntando en el horizonte, seguimos el deambular de diversos londinenses cuyas vidas se entrecruzan en la imaginaria calle de Pepys Road. A través de las historias entrelazadas de un codicioso ejecutivo bancario de la city, de su muy materialista esposa, de una familia de pakistaníes que regentan un badulaque, de un artista paradigma del britart, de una anciana superviviente de cuando Pepys Road albergaba a familias de clase trabajadora recién ascendidas a la clase media, de su hija que sigue siendo de esa clase media y como tal se marchó a vivir al extrarradio de Londres, de un albañil polaco que sueña con conseguir suficiente dinero como para volver rico a Polonia, de una refugiada nigeriana que trabaja como vigilante de aparcamiento mientras espera la resolución de su solicitud de asilo político y algunos otros, Lanchester refleja la creciente estratificación social del Londres contemporáneo, los efectos de la inflación del mercado inmobiliario, la devaluación social, la mercantilización del arte, el carácter feroz del capitalismo financiero, el racismo y la obsesión por el dinero. Y lo hace mediante una prosa y una estructura sencillas, buscando el efecto sentimental o el misterio y el suspense cuando le conviene, utilizando muchos de los recursos y trucos propios de la literatura best-seller, especialmente de la novela de intriga; dibujando personajes sólidos, poderosos, a los que concede sucesiva voz en capítulos breves que facilitan mucho el esfuerzo de lectura. Todo eso hace pensar en Dickens, en un Dickens contemporáneo describiendo el Londres contemporáneo.Capital es una de esas novelas con vocación de ser el retrato literario de un lugar y una época, proporcionando una imagen caleidoscópica de la misma mediante muchas historias entrelazadas; algo parecido a lo que hicieron John Dos Passos con Manhattan Transfer, Joseph Roth con Hotel Savoy, Carlos Fuentes con La región más transparente y, recientemente, Guillermo Saccomanno con Cámara Gesell. Pero, sobre todo, algo muy parecido a lo que hizo Dickens con toda su obra. Capital es una novela destinada a ocupar un lugar de honor en la historia de la literatura del siglo XXI; esa historia en la que el recuerdo de Agustín Fernández-Mallo y, probablemente, el de Enrique Vila-Matas serán, como mucho, sendas anécdotas a pie de página.