Odio las excursiones, odio a la gente que va en masa, odio tener que pagar ocho euros (con reducción de estudiante incluida) para sufrir una brillante exposición de pintura flamenca del siglo XVII rodeado de gente salida de una autocar del inserso o parejas con recién nacidos (¿por qué permiten entrar en los museos con cochecitos? molestan a la gente y los propios padres no pueden disfrutar), odio a la solitaria mujer del pelo naranja y gafas de pasta morada que tiene que ponerse a un palmo de un cuadro, odio tener un segurata a cada paso que me vaya ordenando que avance, odio que pongan los cuadros a dos palmos del suelo. Y, ya por último, odio que te pongan un cuadro de Vermeer en el cartel de la exposición y sea el único que haya de él.
Dejando de lado mi mal humor, he disfrutado como un enano en la exposición. Es uno de mis periodos favoritos en pintura. Las escenas costumbristas, la tenue luz que los holandeses dominan magistralmente, los retratos de los burgueses, son totalmente distintas de cualquier otro momento. Fue el momento en el que los Países Bajos se independizaron (1589) de la monarquía castellana y el protestantismo se hizo fuerte. Por eso, la iglesia y la nobleza dejaron de ser los mecenas y pasaron a serlo los burgueses. Economistas y hombres de negocios, más aficionados a los números que a la filosofía, supieron apreciar el arte del retrato, de los paisajes y de las escenas de la vida cotidiana.
Destacaban con luz propia, y aquí está el éxito de su pintura, los de Rembrandt. Sin embargo, también se encontraban allí otros maestros especializados en su tema: paisajes navales, momentos de la vida ordinaria y los retratos. El mítico cuadro de Franz Hals (ver imagen) me ha enseñado la diferencia entre ver un cuadro en reproducción o tenerlo justo allí delante. La emoción percibida en la realidad es muy distinta que la que te produce cuando lo ves en el papel.
Y para acabar, un último apunte, un poco macabro e irónico. Se explicaba la diferencia entre las naturalezas muertas y las vanitas. Lo primero es un juego de luces, un estudio sin, a menudo, más intención que la pictórica. Las vanitas, no obstante, forman una composición simbólica con objetos inanimados: una vela que se extingue, libros y calaveras eran los elementos principales. En ellas se exprimía la idea de la fugacidad de la vida y la vacuidad del conocimiento (tan de moda en aquella época, no hay que olvidar la literatura española y sus populares carpe diem y ¿ubi sunt?). Me pregunto, pues, que sentían aquellos señores compañeros de mi visita al ver tan evidente consigna.