Amapola, sangre de la tierra, leo en un poema de Juan Ramón Jiménez,
y levanto la cabeza como si en lugar de un libro estuviese ante un boxeador que recién acabara de lanzarme un
gancho. No muerdo la lona, o la muerdo metafóricamente. El golpe no me desencaja
la mandíbula sino la sinapsis. Quiero decir que pienso en el texto, en la imagen que desea
expresar el poeta, en la metáfora implícita en ese verso. Todo eso. En realidad
el verso no es para tanto. La metáfora procede de una analogía evidente y
hermosa (ambos adjetivos no siempre son contradictorios). La amapola es a la
tierra como la sangre es al cuerpo. O, expresada en términos matemáticos:
amapola/tierra=sangre/cuerpo
En realidad la mayoría de las
metáforas proceden del intercambio de dos razones matemáticas. Toda metáfora
presupone, por tanto, una proporción, una analogía. Me deslizo a través de mi
pensamiento para concluir que esta analogía juanramoniana puede ampliarse
fácilmente. Se me ocurre pensar, por ejemplo, en el rosa Tiépolo, el color
dilecto del pintor italiano. Rosa cereza, rosa veneciano, un color capaz de
unificar en el recuerdo proustiano (ese maestro de la analogía) a tres mujeres:
Odette, Albertina y la duquesa de Guermantes. Busco en internet y me informo de
que dicho pigmento, también conocido como almagre, se extrae a partir de una
tierra que contiene un porcentaje variable (desde el 15 al 40 por ciento) de
óxido de hierro. Me pregunto qué porcentaje de
óxido de hierro tendrá en realidad el color de una amapola.
Luego miro esta imagen de Tiépolo
encontrada también en internet y certifico que los arreboles del niño y la
cabeza del pájaro (¿un jilguero?) hacen las veces de amapola del cuadro. Así
podríamos decir, emulando al poeta sevillano, arrebol, amapola de la piel, o bien, amapola, arrebol de la tierra, todo ello basado en la nueva
analogía:
arrebol/piel=amapola/tierra
Me viene entonces a la memoria el
recuerdo de una antigua novia y la sorpresa que experimenté la primera vez que
vi su cuerpo desnudo. Su piel era extremadamente blanca, a excepción de un nevus
que florecía (me dejo llevar por la poesía) en su espalda, para ser más exactos
en su paletilla derecha. Ahora, muchos años después de que nuestra relación haya
terminado, podría decirle a María (ese era y seguirá siendo su nombre): tu nevus es la amapola de tu cuerpo. En
su momento le habría gustado, imagino, escuchar ese verso; pero lo poesía,
desgraciadamente, no siempre llega a tiempo.
En realidad, de lo que habla ese
verso de Juan Ramón Jiménez es de la transferencia de diferencias entre los
seres, diferencias que brotan y sorprenden por su color, como el nevus de María
o como la jota en la palabra intelijencia
tal y como la escribía el propio JRJ. Pienso que el desierto es un lugar poco
fértil para este tipo de metáforas, que un desierto consiste, por definición,
en una uniformidad de hielo o arena. Solo un cactus o una rosa o un oasis
pueden aportar contenido a una de esas metáforas. Palmera, amapola del desierto, por ejemplo. El asunto se complica
todavía más si pensamos en un desierto de hielo. Hay que aguzar mucho los
sentidos si uno quiere precisar esas diferencias. Tal vez ese sea el motivo por
el que los esquimales distinguen entre cuarenta tipos de nieve. Quizás un poeta
esquimal sea capaz de elaborar magníficas metáforas a partir de esos matices,
pero el número de personas con posibilidad de apreciarlas ha de ser
necesariamente reducido. Los poetas actuales somos así, como poetas esquimales,
condenados a un reducido público de cien o doscientas personas capaces de
entender los pocos matices que nosotros vemos en las cosas.
El desierto obliga al poeta a
refinar los sentidos. Un infraleve es
la diferencia entre dos fotografías tomadas a la arena de un mismo desierto, un
matiz de color o de textura o de iluminación. Llegaríamos así a la prototípica
metáfora del desierto: infraleve, sangre
del desierto. Esta indiferenciación es la vía que permite relacionar el
desierto con el sistema de producción de mercancías. Imagínense ante un paisaje
compuesto a base, no de dunas de arena, sino de latas de tomate envasado (o de
cajas de detergente Brillo, como hiciera Warhol). Una extensión inacabable de
latas de tomate (pueden elegir su marca favorita) indistinguibles la una de la
otra hasta donde alcanza la mirada.
¿Qué puede hacer un poeta con
esto? Mejor dicho, ¿qué hace ahí un poeta?
Warhol exploró hasta el límite en
sus obras la idea de la reiteración casi infinita, experimentó en su carne como
ningún otro la angustia de la copia. Warhol fue el último esquimal que pudo
hacerse entender por las masas, antes de que estas decidieran rendirse a la
indiferencia. La estética posmoderna ha de ser (o ha sido) necesariamente una
estética del desierto, una estética del infraleve puesto en movimiento. Una
estética, por tanto, diferencial en un doble sentido: leibniciano (por cuanto
se inspira en un infinitesimal perceptivo) y en su vocación por salir al
encuentro de las diferencias.
Ha sido el propio sistema de
producción, sin embargo, el que ha encontrado remedio a su propio mal. Pensemos
si no en la Coca-Cola y en la brillante idea de personalizar sus latas con los
nombres de sus posibles consumidores.
Tal vez algo tan banal como una
campaña publicitaria de esa multinacional de los refrescos anticipe la entrada
en una nueva época. No sé. Los poetas siempre hemos estado ahí para intentarlo
todo, hasta lo imposible. Los objetos están ahí, a la espera de distinción que
es lo mismo que decir de metáforas. Hagan la prueba. Vayan al supermercado, provistos
de lápiz y papel. A ver lo que encuentran.