Hoy, 5 de octubre, es el Día del Profesor en España. Hace dos años que yo me convertí en docente, y por eso este día ha pasado a ser "especial" para mí.
Yo siempre fui buena alumna. De verdad, eh, no es por echarme flores. En el colegio siempre hacía los deberes, me sentaba en las primeras filas, escuchaba al profesor y participaba en todo lo participable. No era repipi ni empollona, de hecho yo siempre fui de sacar notables, no sobresalientes; lo justo para quedar bien pero seguir teniendo tiempo para jugar a los videojuegos :P
Como os decía, yo era buena alumna. Y aunque a la mayoría de mis compañeros les diese igual lo que el profesor nos venía a contar y llegaran a clase cual lechones al matadero, yo me sentaba expectante ante cada nueva lección, emocionada, como si fuese Hermione y estuviese ante una clase de brujería de Hogwarts. Quizá por eso recuerde muy bien a mis maestros, a cada uno de ellos. No sólo lo que nos enseñaban, sino también sus personalidades, sus peculiaridades, su forma de darnos los buenos días. Las muestras de cariño, las mil formas de fruncirnos el ceño cuando nos poníamos farrucos, las bromas, las anécdotas. Sobre todo recuerdo con especial cariño a dos de ellos: Don Manuel y Fernando.
Don Manuel fue mi profesor de Lengua y Literatura en Primero de BUP. Era un señor mayor, muy diferente a las "señoritas" y las monjas que nos habían impartido clase hasta entonces. Don Manuel olía a puro y a Varón Dandy y a veces llevaba sombrero, como los señores de verdad. Nadie se cuestionó jamás el por qué de llamarle de Don como si fuese algo natural, y él a su vez nos llamaba también de Don y de Doña y se refería a nosotros con un respeto infinito, a pesar de nuestra insolencia adolescente. Odiaba los libros de texto y utilizaba el del colegio lo menos posible, lo justo como para que las monjas no le dijeran nada. En su lugar prefería hacernos escribir y pensar, imaginar, inventar mil historias y crear nuestros propios textos sobre los que hacer comentarios. Con Don Manuel, mi Donma, tuvimos que ir a charlar con un árbol en otoño y después transcribir toda la conversación, sentarnos a la orilla del mar y tratar de describir las sensaciones que nos producían las olas y la brisa marina, imaginar una vida utópica en las montañas y escribir poemas modernos no-cursis a los brotes primaverales. No sé si en mis compañeros produjo la misma impresión que en mí, pero os puedo asegurar que Donma me caló hondo y me hizo pillarle el gustillo a esto de leer y escribir. Era poco ortodoxo y me sorprendía, conseguía motivarme y me forzaba de manera natural a querer superarme día a día. Cada falta ortográfica que conseguía superar era una fiesta para él, y gracias a su peculiar entusiasmo hacia la Lengua Española aprendí a reconocer la belleza de la sinalefa, de la sinestesia o del punto y coma. Cuando murió Don Manuel, una parte de mí murió con él. Creo que nadie me sonreirá de la misma forma con la que él me sonreía cuando le leía un texto nuevo cada lunes, como si fuese mi único cómplice en este mundo que no entiende del todo al poeta. Fue mi maestro y no sólo de Lengua, y me hubiese gustado mucho haber tenido la oportunidad de decírselo cuando crecí.
Fernando también fue mi profesor de Literatura un par de años después. Sin duda ha sido el profesor más tarado que he tenido: treinta y pocos años, canijo, informal, nervioso y con menos solemnidad que un pulpo. Entró en clase el primer día gritando algo así como "QUE NADIE SE META CON DON BENITO PEREZ GALDÓS", y se fue entre llantos y abrazos a final de curso. Nadie sabe cómo se sacó la plaza de profesor en un colegio religioso y estricto como el mío, (de hecho creo que no duró muchos más años allí) pero sea como sea yo fui muy afortunada de tenerle en mis clases porque convertía cada lección en una aventura. Fernando fue algo así como el profe-colega, pero de los buenos. Colega, no coleguilla. Le respetábamos porque sospechábamos que estaba zumbado de verdad y vete a saber por dónde nos salía si conseguíamos enfadarle en serio... Era creativo y divertido: siempre encontraba la forma de hacer atractivo cualquier libro, cualquier biografía, cualquier texto. Nos hablaba de la vida de Cervantes como si fuese su primo el del pueblo, y de su adorado Don Benito nos hizo aprendernos obra y milagros porque decía que nunca seríamos personas de bien sin conocerle a fondo. Fernando era un loco sabio porque sabía meternos en el bolsillo. Y a todos, eh, no sólo a los buenos estudiantes. Con tres bromas y cuatro cartones va y se monta un tablero de Trivial, se saca del sobaco unas tarjetas con preguntas sobre el Quijote y nos pone a todos a leernos las aventuras y desventuras del ilustre hidalgo como imbéciles ilusionados por el juego. Nos guiña un ojo, saca una chistera de una bolsa y, haciendo aspavientos y creando drama, nos anuncia que los viernes serían a partir de ahora los viernes de la Caja de Pandora, que no era más que una vil manera de preguntar la lección metiendo papelitos con nuestro nombre en la chistera y sacándolos uno a uno.
Él no nos llevaba a dar la clase fuera, nos llevaba al Parnaso. Y no nos preguntaba la lección poniéndonos en fila en la pizarra: nos condenaba al Paredón de Fusilamiento.
Ahora soy yo la profesora y a veces me sorprendo de manera inconsciente imitando a mis dos maestros favoritos. Animo a mis estudiantes a escribir sobre emociones y sentimientos, me pongo en rollo drama-queen para hablar del subjuntivo como si fuese nuestro mejor amigo y llevo a mis estudiantes al Parnaso a leer cuando hace sol. Me gustaría ser capaz de inculcar la misma ilusión por la Lengua a mis estudiantes, y aunque me veo mucho más torpe e ignorante me gusta pensar que algún día alguno de ellos me recordará con el mismo cariño -aunque sea con la mitad- con el que yo recuerdo a Donma o a Fernando.
Nunca os olvidéis de vuestros profes; sois un pedacito de ellos, también.