Tenemos una cita.
Dos días al año. Dos de los trescientos sesenta y cinco días o trescientos sesenta y seis en años bisiestos.
Vendremos a la cabaña de la villa donde nos conocimos la primera vez, sin siquiera pensar que alguno de los dos pudiera faltar. Año tras año, el último fin de semana del mes de junio.
Alguno de los dos llegará primero, y pondrá la leña en la chimenea; correrá las cortinas desde donde se ven los acantilados hacer espuma junto a las olas del mar, observará las nubes jugueteando con el viento, mientras el reloj marca el compás de la espera. Luego, abrirá el bolso de viaje, y acomodará la ropa en los cajones.
Este año yo llego primero. Abro la valija y saco un libro que está cuidadosamente envuelto. Lo dejo sobre la mesa que está al lado de los sillones. Tiro con descuido el abrigo sobre la silla y me asomo a la ventana justo en el momento en el que te veo llegar en el auto. Me pregunto si somos extraños o conocidos, si te gustará tocarme nuevamente, si me verás más vieja o cansada, si tardaremos mucho en romper el hielo, o si no hay hielo esta vez. Me ves parada detrás de la ventana y una sonrisa tuya alivia mis desvelos.
Mientras te observo en tu ritual de bajar cosas y acomodarte para entrar, pienso en cómo sería necesitarte. Algo que nunca me he permitido. ¿Cómo sería desear un abrazo tuyo, pedirlo, tenerlo? ¿Cómo sería pedir y tener, dar y recibir? ¿Cómo dormir otros días del año con vos, o sacarte una sonrisa, un abrazo o un guiño a cualquier hora del día, cualquier día de otros meses? ¿Cómo tener un domingo libre e ir al banco de la plaza a estirar las piernas y filosofar sobre la cantidad de palomas que anidan en los edificios históricos? ¿Se diluiría esto que nos pasa al hacerlo repetitivamente? ¿Se terminarían el misterio, la pasión, las ganas?
Nos abrazamos y el tiempo se re acomoda lentamente. Nos miramos, nos tocamos y los días no compartidos quedan fuera de la cabaña, al igual que el millón de suposiciones que se licúan con un breve remolino de viento y que se desintegra cerca del mar. Nos desvestimos, nos amamos, nos reímos, nos bañamos, nos vestimos, salimos, cenamos. Nadie más nos conoce, solo nosotros creemos que nos conocemos uno al otro.
Me hablás de tu hija, la universidad y su ingreso, de tu mujer, las horas de clases en el instituto, los viajes como entrenador, las vacaciones, el control médico de rutina. Todo protocolarmente y como al pasar. Yo hago lo mismo con mi cotidianeidad. Te cuento mi proyecto y parece gustarte; igual que te gustó el del año pasado y el anterior.
Dejamos al resto del mundo y volvemos a nuestro lugar en este submundo.
Pero la duda se instala sobre las diez de la noche. Se instala el silencio. La vida pareciera sustentarse por apenas esas cuarenta y ocho horas de las que nadie más que nosotros parece estar enterados. ¿Si los demás no nos “saben”, existiremos realmente?
Me mirás, querés escrutar con tu mirada lo que llevo dentro.
Discutimos sobre quién tuvo esta penosa idea de vernos una vez por año. Alguien pregunta qué sentido tiene encender el corazón cada tanto, si no estaría sirviendo para usarlo después. Uno de los dos quiere todo, el otro pregunta ¿Y si aún así no alcanza? Quiero no volver, abro y cierro la puerta. Amago con irme. Un reflejo de tus mismas acciones en otros años. Sabemos cómo termina.
Dos días te toco, el resto te sueño.
Patricia Lohin
El texto se basa en el argumento de la película Same time, next year (1978)
Un hombre y una mujer se conocen por casualidad en el comedor de un romántico hotel. Aunque ambos están casados, al día siguiente despiertan perplejos en la misma cama preguntándose qué les ha pasado. Sin embargo, se citan para el año siguiente en el mismo hotel y en la misma fecha. Adaptación cinematográfica de un previo éxito de Broadway. (FILMAFFINITY)
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