Esta es una anécdota en partes: la 32a en la saga del Dr. Kovayashi.
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El fenómeno llamó poderosamente la atención del Doctor: la luminosidad del atardecer no era normal. A simple vista se notaba en la palidez de las sombras que caían como estrías sobre su choza. Tuvo también la impresión de que había llovido pues el suelo ante sus ojos lucía blando como el cieno. Mas la impresión resultó una fantasía, ya que al echarse a andar encontró la tierra tan seca y suelta como el talco. Entonces, su ímpetu inicial disminuyó más por la sorpresa que por la dificultad física que le imponía el caminar hundido hasta las rodillas en una inmensa batea polvorienta.
Su rumbo era exacto. El camino al claro más cercano le era tan familiar que ya no le prestaba atención a los jalones que él mismo había disimulado en el sotobosque meses atrás. La resolana se tornaba más y más insoportable a cada paso, tiñendo a la vez tallos y hojas con el verde mortecino de la senectud. Avanzaba de manera descuidada, sin gafas oscuras ni cuero en los pies, mientras en toda su piel sentía, efecto del talco, tal vez, una molesta comezón. Masculló maldiciones entre dientes. Alzó imprecaciones a la selva implacable. Entonces, como un castigo de la naturaleza, el recuerdo de su añorado hogar lo atacó una vez más y le amargó la expresión del rostro.
Al llegar al claro, dos primates antropomorfos de grandes dimensiones saltaron a su paso desde la maraña. El Dr. los nombró secretamente α y β. El más grande, β, no hablaba; solamente controlaba las vías de escape. Por su parte, α, el más inteligente, se le había plantado de frente, a medio metro, para tocarlo y observarlo. Casi de inmediato, el ánimo agresivo del simio se transformó en un sentimiento de honda compasión. Hombre y primate sostuvieron sus miradas por un rato, y en los ojos inexpresivos de ese mono, Kovayashi reconoció cuán desdichado era. Nadie en esa selva iba a comprender el pesar que atormentaba su alma.
- “Váyase. Váyase lo antes posible. Lo acompañaremos hasta la frontera”, dijo α con voz gutural. “Váyase ya.” Esas palabras fueron un bálsamo para el ánimo alicaído del Doctor. Aun cuando les hubiera jurado que se marcharía esa misma noche, aun cuando les hubiera mentido sobre su belleza animal y salvaje, aun cuando se hubiera convertido en uno de ellos para servirlos de por vida no habría logrado disuadirlos. Mientras tanto, aquella obstinada comezón se le había concentrado en las manos.
En la claridad absoluta de la luz nocturna apenas creía distinguir siluetas desvalidas. Abrió los ojos cuanto pudo, y sólo blancura vio allí. Mas al dejar caer los párpados halló la fría oscuridad, al fin.
Al abrir nuevamente los ojos el Doctor se encontró tirado su camastro bajo un cielo negro, enorme y estrellado. A ambos lados, sus peludos amigos le rascaban las manos como intentado devolverlo sin sobresaltos a la realidad. Al incorporarse tuvo grandes dificultades para mover sus miembros. Sobre el piso de la choza quedaban restos de las pitajayas que había desayunado. Estaban cubiertos de un fieltro gris aterciopelado.
“Monitos del carajo, ¡la pitajaya estaba hongueada!”, gritó Kovayashi enfurecido. Aun cuando su humor no era el mejor, Nikola y David se alegraron de verlo reaccionar, pero se hicieron a un lado por las dudas, temiendo una posible represalia violenta. No obstante, él desplegó una amplia sonrisa y prosiguió hablándoles con su acostumbrada amabilidad. “Preparen sus cosas, amigos. En la mañana partiremos hacia Buenos Aires.”
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