Vuelven, vuelven y vuelven a mí dos momentos indescriptibles del cotilleo literario. Son como el regusto de una pesadilla dirigida al alimón por Haneke y Berlanga, si eso es posible. Grima y pena, risa y dentera, y yo no sé qué pensar.
Ahí van, pues, dos historias paralelas protagonizadas por sendas mujeres pesadas y mesiánicas, que se transformaron en ovejitas cuando la soledad les enseñó los dientes.
Caso 1) "La luna de miel de George Sand, o los maridos sin garantías". George Eliot, seria y monumental, vivió una historia de amor con el filósofo George Henry Lewes, que estaba casado. Estuvieron juntos veinticinco años, se hacían llamar marido y mujer cuando viajaban juntos y amaban el conocimiento casi más que el uno al otro. Eran superhéroes del saber, de los que ya no hay.
Juntitos en la cama, cabeza con cabeza leyendo el mismo libro:
-Oh, mi George. Qué razón lleva Feuerbach, lee aquí.
-"Gott ist das offenbare Innere, das ausgesprochene Selbst des Menschen". Oh, mi George.
Y así todos los días.
Pero no pudieron casarse, y George Eliot se quedó viuda y con la espinita.
Pero John Cross, un depredador veinte años más joven que ella y admirador de la pareja, entró en escena dispuesto a todo.
-George, yo te amo.
-John, tengo sesenta años.
-Casémonos. Nunca tuviste luna de miel. Piensa en el vestido, el velo, las flores. Recuerda cómo planeaste con George vuestro viaje. Calais, Francia, Italia, amor en Venecia, you name it, darling.
Y se casaron, indeed. Se casaron e hicieron, paso por paso, el viaje que George Eliot nunca llegó a hacer con George Henry Lewes. Hay que suponer que George Eliot sentiría, al menos, un escalofrío ante la suplantación.
-¿A que soy como él, George?
-Mejor. Veinte años más joven. ¿A que soy una novia guapa?
-Pareces una doncella.
Pero, ay, llega un momento de la luna de miel en el que hay que cumplir con las obligaciones, y parece ser que llegó en Venecia. La luna reflejada en el agua bajo el balcón del hotel, la brisa, los colores de Tintoretto en la mente... Era sí o sí.
-Momentito, George, que salgo a tomar el aire.
Y Johh Cross saltó al Gran Canal.
Pero no murió, no. Le sacaron del agua medio enloquecido, y fin del affaire. George Eliot murió a los pocos meses, tal vez preguntándose para qué se había casado, tal vez si el agua estaba fría.
Caso 2) "El Antinoo de Yourcenar, o los infortunios de la vejez".
Marguerite Yourcenar rondaba los setenta y tantos y acababa de enviudar de Grace Frick, su novia de toda la vida, cuando abrió la puerta de su casa a Jerry Wilson, un fotógrafo más o menos joven que muy bien podría haberse llamado Tom Ripley. Debieron de estallar rayos en el cielo cuando la mano de Wilson hizo toc toc.
-Sí, ¿quién es?
-Soy un mal bicho, pero admiro su obra. Es usted mi autora favorita.
-Los halagos desarman a cualquiera. Incluso a mí, que estoy hecha de la piedra con la que se talló el Partenón.
-Hablando de lo cual, señora, pongamos todas las cartas sobre la mesa. A mí me gusta hacer lo de los poemas de Cavafis, así que en ese aspecto soy inofensivo del todo.
-Pues es un alivo, porque una tiene ya cierta edad.
-Oh, no, señora. Usted es y será siempre inmortal.
-¿Y qué me ofrece, joven?
-Pues compañía para viajar. Pero paga usted, que yo voy de gorra.
Y así partió por el mundo la extraña pareja. Imaginémoslos en Japón, en Grecia, en Roma, y de vez en cuando de vuelta a Mount Desert Island, reponiendo fuerzas. Imaginémoslos como debieron de estar en muchas ocasiones: ella recitando ditirambos al alba y él mirándose las uñas. E imaginemos también las broncas en las que él le pedía dinero y más dinero, y ella daba, daba y daba.
-Pero, ¿para qué tanto, Jerry?
-Para vicios. Y si no me lo das, me largo y viajas sola si te atreves. Claro, que con ochenta años... -Ay
Pensemos en que la muerte les llevaba de una mano a cada uno: él estaba enfermo de sida y ella apuraba lo que le quedaba en la copa.
Y visualicemos esto, que sucedió tal cual.
En Egipto, Yourcenar decidió hacer un homenaje triple a Adriano, a Antinoo y a su gloria literaria, y se montó en una barca en el Nilo. Llevaba una bolsita con monedas que quería echar al agua en el sitio aproximado donde Antinoo se ahogó ante los ojos de Adriano. Iban con ella Wilson y el barquero, que todavía se pregunta por el significado de lo que vio aquella mañana.
-Pare usted aquí, señor barquero, que yo soy una autora insigne y voy a hacer una cosa altamente simbólica. Porque en este mismo punto Antinoo cayó al agua y murió. Se dice que fue un suicidio por amor, y yo, en su memoria, voy a tirar estas moneditas al agua.
Chof, cayeron las monedas.
Y otro chof.
Jerry Wilson... ¡se tiró al Nilo!
Pero tampoco murió, no. Una vez en el agua debió de pensar que hasta el barquero habría entendido el paralelismo y volvió nadando a la barca.
Imaginemos la conversación de vuelta al hotel.
-Casi me ahogo, figúrate. Yo habría muerto como Antinoo.
-No comment, Jerry.
-Qué cosas.
-No comment, Jerry. ¿Te lo digo en yambos o en espondeos?
Fotografías de Alexander Binder