Solsticio de verano. La mañana muda deambula por la ciudad a paso lento. Los comercios se despiertan remolones después de las nueve de la mañana. El día, loco de remate, pulula entre unos veinte estados climáticos distintos.
Elsa se arriesga. Sale a caminar como todas las mañanas.
Que no te falte la rutina a tu vida. Sigue el mismo recorrido de siempre, no sea cosa que la sorprenda una baldosa floja al final de una cuadra desconocida, con vecinos indiscretos y sospechosos. A medida que se suceden las cuadras algo se va instalando en su pecho. Primero parece una libélula que aletea, siente un dejo de alegría mezclada con melancolía. Esa sensación de aleteo desaparece al instante en que un ladrillo se asienta en su seno izquierdo. Muy a su pesar se sienta un instante en el paredón de una casa. Sus ojos comienzan a vidriarse, como si la esclerótica se comenzara a resquebrajar. Al minuto retoma la marcha y llega a la puerta de su casa, justo en el momento en el una tos seca y rara sale desde sus entrañas largando todo el polvillo de su corazón derrumbado.
Más tarde, sobre las 19 hs, en una sala aséptica de terapia intensiva, le dirán que tuvo un infarto, un quiebre en el corazón, una falla cardíaca que saldrá reflejada en la pantalla de cada eco doppler que se haga de ahora en más.
A esa misma hora, un señor entra por primera vez en un local del centro. Una mujer se acerca a atenderlo. Se miran directo a los ojos. No hay prisas, solo quietud y algo familiar e inexplicable.
En la otra punta del planeta, las libélulas preparan el vuelo con el que completarán la migración más larga entre todos los insectos del mundo.
Es hora de volver a casa.
Patricia Lohin
Imagen: Tumblr
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