—¡¡Yo, yo, yo estaba antes!! jolines...
—¡Que se queden en su país! Siempre se les podía ayudar allí
—Venga hombre, no seáis así. Siempre se ha dicho que donde comen dos, comen tresComo en casa de uno, en ningún sitio. Aquello hace tiempo que dejó de ser un hogar, la casa de nadie. No vienen de su casa, vienen del infierno. Nadie ayuda a nadie allí. Miedo, odio, destrucción. Guerras y corruptos que le hacen la vida imposible a la gente es todo lo que queda. Por eso vienen pidiendo ayuda.
Vivimos en un mundo que permite hacer negocios de un extremo a otro del globo, con un sistema financiero que mueve billones al instante desde cualquier rincón del planeta, pero es incapaz de alimentar a un niño de Burundi; es incapaz de coger la mano de un niño sirio.
El llamado primer mundo, el rico, el que maneja la pasta es el que ha puesto las reglas del juego: libre circulación de capitales, monstruosas deudas impagables, materias primas baratas, mano de obra sometida y esclavizada... Paraísos fiscales... El niño de Burundi no es su problema, no es rentable; las armas que mataron a su padre, sí. La globalización, ¡que gran invento! Si no tuviera efectos secundarios no deseables...
Resulta sonrojante ver a los mismos señores que defienden a capa y espada el sistema, rasgarse las vestiduras por los papeles de Panamá cuando lo único que ha pasado es que ha salido a la luz algo que todo el mundo sabe —si le dejas la puerta abierta al gato, es para que pueda salir—. Sonroja ver como llaman a esa misma puerta pobres miserables muertos de hambre y miedo pidiendo ayuda, y levantan muros, gasean, apalean y pagan matones para quitarse de encima el efecto secundario de los refugiados; como señores feudales de la edad media.
A veces, la avaricia rompe el saco. A veces, la miseria, la violencia y el miedo se les va de las manos y desborda previsiones... Y los efectos secundarios se tornan insoportables. Y en eso estamos.