Me gustaría hacer algo para mejora el mundo pero sé que eso, aportar algo, una gota de agua clara que arrastre una partícula de lodo, no está a mi alcance porque a los 15 años no pasé tardes encerrado en mi habitación escuchado A Saurcefull Of Secrets o algo semejante y, en lugar de eso, de mostrarme huraño, reservado, ensimismado, hice otras cosas que ahora no recuerdo pero que, fuesen o no gratificantes o importantes o mísero entretenimiento, no encaminaron mi carácter hacía la confianza en mis posibilidades de influir, en mi relevancia, en mi valor, sino, como mucho, hacia una cierta capacidad de ver la oscuridad en la distancia, hacia la ironía y un pesimismo más cargado de misantropía de lo que quisiera.
No escuchaba a Pink Floyd ni nada por el estilo, eludía la moda en aquellos años 80 tan modernos, no odiaba a mis padres cuyo retrato juvenil cuelga entre la fotos de la escalera, adornados, el día de su boda, en los primeros cincuenta. En realidad, no odiaba a nadie, ni a ellos ni a nadie. La vida me gustaba incluso sin música, o eso creo. Y, a pesar de lo nebuloso que es todo retorno a lejanos recuerdos, sí estoy dispuesto a afirmar que vivía al día, sin entregarme a ninguna actividad especial pero sin parar, sin metas ni proyectos, como si entre hoy y mañana se abriese un abismo del que por el momento era mejor no hablar. Iba por ahí, como una especie de tofu de 50 kilos cogiendo el sabor de cualquier libro, objeto o persona con el que por azar entraba en relación durante un tiempo y no venía a exigir de mí compromiso alguno.