Escuela de escritores
La escritura desatada
Ejercicio no. 8 - Escribe a partir del final
LA CARTA
Tal y como el psiquiatra dijo en su carta. Ahí está él, al otro lado del pasillo. Una sombra. Vagamente humano y rodeado por la penumbra. Desapareciendo en los fogonazos de la tormenta. Un olor a azufre se desliza por el corredor mientras veo como la puerta del fondo se entreabre para dejarle pasar y se cierra detrás de él. Parece que mi visitante quiere que le siga.
“El paciente sufre esquizofrenia aguda”, dice la frase de la carta marcada en negro. Voy a mi habitación, cojo el móvil y busco la última edición del ritual del exorcismo católico. Está íntegro. El teléfono apenas tiene carga y emite dos pitidos. Salgo. Atravieso el pasillo y agarro el pomo. Abro la puerta lentamente y sólo hay oscuridad. Le doy a la luz y todo parece normal. La apago y ahí está nuevamente, erguido en una esquina, esta vez en su forma humana. Sus ojos amarillos, inhumanos, se clavan en los míos. Saco el teléfono y comienzo a recitar. Al oír mis palabras, su boca comienza, poco a poco, a ensancharse hasta mostrar unos dientes blancos y afilados. Me dedica su sonrisa cruel. Ruge. Las letras de los versos que estoy leyendo comienzan a destilar sangre y se hacen borrosas. En ese momento, el rugido desaparece y el móvil hace tres pitidos como en el final de un partido. Se apaga. Nos quedamos solos. Él, la penumbra y yo. La carta del médico no dice qué hacer en estos momentos. ¿Qué hacen en las películas?. No tengo tiempo de recordar. Una gran mancha negra se abalanza sobre mí. Siento su presión. Multitud de voces me susurran. Me piden que vaya con ellas. Yo sé que mienten pero las escucho y entre todas ellas distingo una que me está diciendo un nombre. Adad. Lo repite sin parar. Mientras la voz sigue repitiendo el nombre, una miriada de insectos se meten por debajo de mi ropa, recorriendo mi cuerpo. Una gran lengua me lame la cara y después vuelve a una boca que se cierra como si de la de un tiburón se tratase. No tengo fuerzas. Me voy lentamente. La voz va apagando su retahila. Todo está perdido.
No. No todo está perdido. El móvil se enciende. La voz que se repetía de forma lastimera, eleva el tono. ¡Adad!. La prisión que me retiene, se levanta y los insectos se dispersan. Él se retuerce, entre jadeos y gemidos, abriendo la boca de forma sobrehumana. Comienza a desgarrar su propia carne con sus garras. Me incorporo y repito su nombre una y otra vez, Adad, Adad, Adad, hasta arrinconar a la bestia en la misma esquina de la que salió. Se arrastra. Se consume. Entonces, grito. ¡¡¡DESAPARECE!!!.
Abro los ojos. Ni rastro de la criatura. El sol luce fuera. El teléfono móvil está en el mismo lugar donde siempre, en mi bolsillo. Lo agarro y veo que la batería está completamente cargada. Es mejor que busque la medicación que el doctor me recetó. Me va a hacer falta. Mejor me ducho y salgo para la farmacia. Me desvisto y entro en el aseo. Giro el grifo y por el rabillo del ojo, veo la carta que el doctor me envío. El agua cae sobre mi mano y siento el paso de fría a caliente mientras miro la carta como hipnotizado. Me pierdo en mi mente y ésta me dice que algo no va bien. Mis ojos se enfocan. Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando me entero que yo no era el destinatario de esta carta. Una mano huesuda y blanca repta por mi hombro.
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