No sé si era bruma, o si las diminutas partículas de agua que golpeaban el pavimento de la carretera subían, casi como vapor, haciendo la visibilidad en aquel camino imposible. Inmediatamente pensé en la estúpida decisión que había tomado dos horas atrás, cuando, por ahorrarme unos pesos elegí el camino libre y no la autopista.
Sabía que este sinuoso camino iba flanqueado por un profundo desfiladero, un colosal abismo y que no importaba cuántos años tuviera de experiencia al volante o las incontables veces que había manejado por ahí, cuando la lluvia es así de densa y en el camino se forman charcos invisibles, mi cuello lo resiente, mis brazos se tensan, me veo obligado a apagar la radio, y a poner mis sentidos en todos los detalles de la ruta. Inconscientemente separo la espalda del asiento y me acerco al volante intentando ver más allá de los 3 metros que el agua me permite; vigilando el velocímetro, verificando que no rebase el límite de la prudencia, encendiendo las luces intermitentes del auto para que los demás me vean y bajen el ritmo. Siempre empiezo a maldecir, a lamentar mi suerte y a imaginar una conspiración divina en mi contra.
Una cosa trae a la otra, y como ocurre con frecuencia en estas situaciones, las desgracias llegan en pares o tercias para aderezar siempre el amargo sabor de la experiencia.
Justo cuándo pensaba que la lluvia comenzaba a amainar, perdí repentinamente el control y el auto se deslizó de un lado a otro como bailando. –Un maldito charco- Pensé, pero de inmediato descubrí que todo el vehículo estaba desbalanceado, inclinado hacia la derecha, haciendo una ridícula caravana hacia el abismo, cómo rindiéndole pleitesía.
Se había reventado un neumático.
Lentamente, se fue perdiendo la inercia de todo el carro y algunos metros adelante me detuve totalmente justo al lado del desfiladero.
El solo pensamiento de ensoparme mientras cambiaba esa llanta, me empuercaba la ropa con lodo y me ganaba una pulmonía fulminante con ese clima, hizo que enfureciera y golpeara como demente el volante.
Respiré profundo, traté de contener esa cólera haciendo un remedo de los monjes tibetanos que, acostumbran meditar en medio de aguaceros, sentados en el lodo con sus absurdas vestimentas naranjas y abrí la portezuela del coche para terminar lo más pronto posible con aquella bonita aventura.
En cuánto las primeras gotas gélidas de esa tormenta me tocaron el cuello y la cara; toda la mierda tibetana que pretendía emular se fue al carajo y la furia se me incrustó en el gañote, amenazándome con escapar en cualquier momento.
Entre mentadas de madre abrí la cajuela y rápidamente saqué la herramienta y el neumático de repuesto. Puse todos los aditamentos necesarios sobre el lodo y tendido de panza en el suelo, batiéndome de arcilla la cara, dispuse el gato hidráulico y levanté el coche; aflojé los birlos de la llanta pinchada y descubrí la escandalosa rasgadura que me había hecho perder el control. Las cuerdas del interior de la rueda se asomaban cuál intestinos de res en un rastro y también la maldije a ella por ineficiente, por inconsciente, por desatinada, por hacerme salir del coche en medio de esa lluvia.
La puse en el suelo y de pronto perdí de vista la llave de cruz, no la veía en ninguna parte, quizá estaría bajo los charcos que se formaban bajo mis pies, quizá la había empujado inconscientemente debajo del coche, así que con la ira picándome en la garganta decidida a salir fuera de control, me aventé por abajo del auto tentando entre el fango buscando la herramienta sin éxito, y eso fue suficiente.
Salí de entre esa porquería con las manos vacías y con lodo entre los dientes; grité desquiciado y me vengué. Sin pensarlo dos veces tomé la llanta, giré sobre mi propio eje y la lancé con todas mis fuerzas hacia la negrura de aquel interminable abismo, deleitándome mientras la maldita rodaba sin control golpeando contra los riscos; unos instantes me quedé parado bajo la tormenta riendo inconteniblemente y pensando fascinado cuándo sería la próxima vez que un humano volvería a contemplar a aquella ingrata. Satisfecho di la vuelta dispuesto a terminar de una vez con todas con mi tarea, cuándo descubrí lleno de encanto que la llave que buscaba con tanto ahínco había estado descansando graciosa sobre el techo del auto todo el tiempo. Sonreí con cierta vergüenza, por haber sacrificado injustificadamente a aquella desgraciada, y empuñé la herramienta.
Me disponía a colocar la llanta de repuesto, cuándo aterrado descubrí que la llanta herida y despanzurrada seguía ahí tendida en el lodo y era su hermana la que seguramente, en ese instante seguía rodando colina abajo, lejos de la vista de cualquier humano solo Dios sabe hasta cuándo.