"¿Lo ves? -susurra el viejo-. Aquí tienes a Bruno. Se acabó el avanzar solo y perdido.
¡Avante, compañero, conozco los terrenos!»
Desde la cuna, el niño llena la noche con su aliento y con el palpitar de su corazoncito;
en el suelo, espalda contra la pared, el viejo se abre a esa presencia como un árbol a las primeras lluvias: con ellas germina su larga memoria de hombre, se despliega su pasado como una semilla vertiginosa y una fronda de recuerdos y vivencias extiende invisible dosel protector sobre la cuna.
Los minutos, como toc-toc de lanzadera, entretejen al viejo con el niño en el telar de la vida. El recinto es un planeta de luna y sombra para ellos solos: el niño lo acotó en el baño, con sus deditos ungidos, igual que los jabalíes delimitan sus territorios -el viejo les ha visto hacerlo en primavera- sembrando efluvios genesíacos en piedras o jarales.
Qué ocurre, qué se forja, qué cristaliza en esos minutos? El viejo ni lo sabe ni lo piensa, pero lo vive en sus entrañas. Oye las dos respiraciones, la vieja y la nueva: confluyen como ríos, se entrelazan como serpientes enamoradas, susurran como en la brisa dos hojas hermanas."
"La sonrisa etrusca" José Luis Sampedro