Un relato fantástico con dosis de terror. ¡Espero que os guste!
Un nuevo pueblecito. Unas nuevas casitas bajas de piedra robusta y gris, y chimeneas que escupían humo negro con tanta elegancia y suavidad como un anciano el de su pipa. Él no era anciano. Era más que anciano. Y él no fumaba; le desagradaba el olor de cualquier tipo de tabaco. No así el dulce olor a leña quemada, a estufa de pueblo. Le reconfortaba. Infundía en él, mediante el recuerdo, un motivo más, un motivo muy profundo, para llevar a cabo lo que había ido a hacer en ese pequeño pueblo.
¿Y el silencio? Oh, eso no era silencio, era una implosión de ruido. Agradable. Deberían resonar sus pasos en las piedras de la calle, pero él no quería que lo hicieran, así que ni siquiera lo tocaba. Quería disfrutar del silencio. Del silencio y de la primera línea de luz que empezaba a dibujarse en el horizonte delimitado por los tejados. Dedujo que hacía frío, por las chimeneas, pero él, aunque solo llevaba dos mudas, siendo una de ellas una delgada gabardina del siglo anterior, no sentía sus caricias. Hacía frío, sí, pensaba él, pero nada comparado con el que haría cuando abandonara aquel precioso y diminuto pueblo.**** Era una lástima, sin embargo, algún día tenía que ocurrir. Y ocurrió, vaya si ocurrió. Todo fue muy rápido, aún así no evitó que los niños se asustaran tanto que durante una semana se negaron a montar de nuevo en el columpio más divertido de todo el pueblo: el tiovivo. Si había algo que ese pueblo tenía que se salía en toda regla de su aspecto medieval y rural, ese era el colorido y moderno tiovivo. Parecía la alegre carpa de un circo con sus rojos, verdes y dorados. Era inevitable que la vista se desviara hacia su dirección al cruzar la plaza, aunque el estar en el centro de esta y la repetitiva pero agradable musiquilla tenía que ver. Y no decir ya por la noche. Por la noche, sus luces resplandecían tanto que, de hecho, los cristales de las únicas dos farolas que había en dos de las esquinas de la plaza, se habían vuelto completamente opacos, y ni siquiera estaban programadas para encenderse. Aquello era un espectáculo. Aquello daba un toque alegre al pueblo. Aquel tiovivo, tanto de noche como de día, era el corazón y el alma del pueblecito. Y por eso afectó tanto la muerte del señor Domingo, porque fue él el encargado de traer ese fantástico carrusel hacía treinta años, tras haber sido sustituido por otro más joven y grande en la ciudad en la que el viejo hombre había trabajado desde pequeño, junto a sus padres, ya fallecidos, y su hermano mayor. Todos los niños se asustaron cuando empezó el horrible ataque de tos del señor Domingo. Bueno, no exactamente cuando empezó, sino cuando la sangre salió disparada de entre los arrugados labios del anciano de ochenta y ocho años. Tal vez los niños que disfrutaban sobre los caballitos del tiovivo no se habrían asustado tanto si la sangre hubiese sido poca, y lo más importante, si hubiese caído al suelo. Tal vez. Pero no fue así. El grotesco ataque de tos comenzó dentro de la taquilla, lugar del que solo salía para ocuparse del mantenimiento de su querido carrusel y para ir a su casa a dormir. Las toses sonaron apagadas, y en un principio nadie se preocupó, pues el viejo solía toser con frecuencia, ya que había fumado todo tipo de tabaco desde que su memoria alcanzaba a recordar. De ahí que, desde dentro de la taquilla, emergiera un acre olor a humo de tabaco. Sin embargo, esta vez, el ataque se alargó; se alargó mucho más. Las madres y padres que esperaban a que la ronda del tiovivo en la que sus hijos participan en esos momentos acabase, y que charlaban alegremente de noticias y cotilleos, quedaron en silencio de golpe. Solo se oía la repetitiva musiquilla, las toses, y las risas de los niños, perdidos en la diversión. Entonces la puerta de la taquilla se abrió tan bruscamente, que el cartelito que colgaba en la parte superior, tan viejo como el propio Domingo, se desenganchó de uno de sus lados y quedó en posición vertical, por delante de la ventanilla. Ya no ponía «EL ALMA DEL PUEBLO», sino algo así como: «OLBEUP LED AMLA LE». El portazo levantó altos suspiros entre los presentes adultos. Domingo salió de su guarida tosiendo, agarrándose con fuerza el pecho, morado como una uva y, de pronto, comenzó a expulsar sangre. Nadie acudió a él, estaban todos en shock y asustados; nunca habían presenciado una escena tal. El viejo se acercó balanceándose como sus caballitos hacia el tiovivo. La musiquilla parecía una banda sonora discordante. Algunos niños ya habían abandonado el prado de la diversión y habían vuelto a la realidad, encontrándose con un ser morado y arrugado, escupiendo sangre; los que así lo hicieron, no pudieron evitar llorar de miedo y encogerse contra la barra que atravesaba el lomo de los caballos. Cuando el señor Domingo llegó al tiovivo, tosió por última vez con un poderoso sonido ronco que recordó a un trueno, una última tos que llevaba consigo, como complemento, una última expulsión de sangre, con la cual, su cuerpo, debió quedarse vacío de este líquido. En ese momento, el caballito blanco, repintado por el propio Domingo una semana antes, en el que cabalgaba Santitos, uno de los niños del pueblo de seis años, cruzó por delante de su dueño, y la sangre fue a parar a la cara, el cuerpo, piernas y brazos del chico. Este, conmocionado y tan aterrorizado que se hizo pis en los pantalones, se soltó de la barra de sujeción, y cayó en marcha a la plataforma giratoria. Aquello desató los gritos de niños y padres, y fue en ese instante cuando al fin, los adultos decidieron moverse.
Todo ocurrió muy rápido —y Santitos solo se había hecho un esguince en la muñeca—, aunque pareció una eternidad, como suele ocurrir con los momentos más desagradables. Es extraño cómo unos segundos de nada pueden parecer, no solo minutos, sino toda una vida, cuando durante ese pequeño periodo de tiempo ocurre algo horrible. Es como si el mundo se ralentizara a propósito por alguna macabra razón, para alargar el sufrimiento de la gente a la que afecta. Y lo mismo podría decirse del tiempo que estuvo en el pueblo aquel extraño sustituto del señor Domingo. Fue solamente un día…, pero al recordarlo, se antojaba un día eterno. **** La mitad superior del sol ya había surgido de entre los tejados de las casas y las campanas de la iglesia tañeron recordando que la misa se iniciaría en media hora cuando el sustituto llegó al fin a la plaza. La oscuridad había dado paso a la luz, y aunque todavía era muy temprano, resultaba peligroso no tocar el suelo con los pies —aún no era el momento—, así que descendió y se posó en la tierra blanca. Un gato negro observó su descenso y luego salió corriendo. El tiovivo le pareció encantador y se le imaginó en funcionamiento, con todas esas luces brillando, la musiquilla sonando y todos los niños divirtiéndose, riendo, gritando, rebosantes de alegría. Después, divisó la taquilla y el cartel, el cual aún seguía en posición vertical. Leyó lo que ponía: «OLBEUP LED AMLA LE», frunció el entrecejo y se dispuso a colocarlo de nuevo en su posición original. Al leerlo en la dirección correcta, alzó las cejas asombrado, y sonrió; una mueca que habría encogido el corazón del hombre más valiente del mundo. Se introdujo en la taquilla en busca de un clavo y de un martillo para fijar el cartel —la puerta estaba abierta—, y lo primero que hizo fue realizar otra mueca, pero esta vez de odio y repugnancia. ¡El olor era insoportable! ¡Aquel viejo canalla había dejado ahí dentro una peste a tabaco insoportable! Aguantando la respiración, encontró una pequeña caja de herramientas. La sacó fuera, respiró profundamente el silencioso aire impregnado de aroma a leña quemada, y la abrió. Escogió un clavo bastante largo y con el martillo, clavó el cartel en su sitio. Después sacó un pañuelo blanco del bolsillo interior de la gabardina, se acercó a una fuente en una de las esquinas de la plaza y limpió con sumo cuidado cada una de las letras, para que se viera perfectamente. ¡Le encantaba aquel nombre! Se merecía que se viera bien. «Maldito viejo —pensaba mientras restregaba el pañuelo—. ¿Cómo podía mantener sucio algo tan bonito?». Todo lo demás estaba impecable, pero el cartel no; parecía habérsele olvidado que lo tenía ahí. Mientras terminaba de sacarle brillo, una voz le interrumpió. —¡Buenos días! ¡Qué madrugador! Era una voz familiar. Inmediatamente supo a quién pertenecía. Dejó de frotar y se dio la vuelta exhibiendo una agradable sonrisa. —¡Buenos días, señor alcalde! —Llámeme Carlos, por favor —le corrigió adelantando la mano para que se la estrechara—. Odio que me llamen alcalde: ese no es mi nombre. Además, aunque esté en este puesto, soy una persona más, soy un habitante, un vecino más del pueblo, y al igual que ellos no tienen una palabra que defina su posición, yo tampoco. No soy más que ellos, soy igual. —Buenos días, Carlos, entonces —repitió apretando ligeramente la mano del regordete hombre. Su voz era todo lo contrario a su aspecto: excesivamente aguda, como si hubiera habido algún tipo de colapso en la pubertad en la fase de cambio de voz; la había oído por primera vez a través del teléfono. Debía tener unos treinta años, pero el enorme bigote le hacía aparentar cuarenta. Y la excesiva cantidad de colonia tapaba el olor a leña—. Tengo una pregunta sobre lo que acaba de decir. —Adelante. —Ha dicho que a los vecinos no se les define por su posición… —Sí, así es. —… Entonces ¿ellos no son el pueblo? —¿Pero acaso no lo soy yo también…? —Alzó las cejas y extendió los brazos mostrando una sonrisa amablemente condescendiente. —Sí, tal vez tenga razón —se encogió de hombros. La verdad era que no le interesaba lo más mínimo las filosofías de aquel menudo hombre. Lo único que quería era que se largara de ahí y que le dejara preparar todo para su primer y último día. —De todos modos, dejemos de hablar de posiciones sociales; usted no ha venido a este encantador pueblo para oírme a mí hablar de estas cosas, ¿verdad? —le pasó un brazo por los hombros y le condujo hacia el tiovivo, donde comenzaron a rodearle—. Como ves, el viejo Domingo, que en paz descanse, lo tenía bien cuidado —«Excepto el cartel», pensó el sustituto—. Tiene nueve caballitos; todos suben y bajan perfectamente, claro que es por el continuo mantenimiento de Domingo… —Entiendo. —Las tarifas de viajes se encuentran escritas dentro de la taquilla, en un papelito. Todos los beneficios son para ti, el ayuntamiento no se queda con nada. Este carrusel… es lo mejor que le ha pasado a este pueblo. La pérdida del señor Domingo ha sido un duro golpe. —Por un momento, toda la fuerza y alegría con la que había aparecido desapareció, pero enseguida regresó—. En fin, tenía que pasar, era muy anciano, ¿sabe? Y fumaba mucho —rió—. Ya te digo si fumaba el viejo. ¿Has entrado a la taquilla? —Se dirigieron a ella. —Sí… el olor es insoportable —Trató de parecer divertido a pesar de lo aborrecible que le parecía tanto el hombre como el interior del habitáculo. «Al igual que el de tu colonia», pensó después. Carlos rio grotescamente. —Bueno, en realidad aquí no hay mucho que ver —dijo sin llegar a entrar—. Lo único que necesita saber es que ahí dentro está el papelito de las tarifas, como ya le he dicho antes, y una caja de herramientas, cosa que ya veo que ha descubierto —observó señalándola con la mano. Luego la introdujo en el bolsillo de su abrigo nada ostentoso (de hecho parecía, como él decía, un habitante más del pueblo), y sacó un llavero del que colgaban dos llaves y una cruz—. Aquí tiene las llaves. Una pertenece a la taquilla, y la otra a la casa en la que se alojará, también la del señor Domingo, que en paz descanse. El sustituto vaciló antes de coger el llavero; no le gustaba. No le gustaba en absoluto. Por primera vez desde que llegara, y en realidad desde hace mucho tiempo, se mostró inseguro, aunque no lo exteriorizó. Dibujó una brillante sonrisa de agradecimiento, y comenzó a levantar una mano desconfiada por dentro pero segura por fuera. La cerró alrededor del llavero… y no ocurrió nada. Su cerebro suspiró aliviado. De todos modos, era probable que le afectara a largo plazo, así que cuando estuviera solo, haría algo con él. Carlos le llevó a la que sería su casa a partir de ahora, situada en una de las cuatro calles que convergían directamente en la plaza. Se trataba de una casita baja, con cuatro habitaciones: salón-comedor, baño, cocina y dormitorio, sin patio trasero ni delantero, con muebles de madera llenos de polvo y en algunos casos podridos, pero lo suficiente grande y cómoda para el tiempo que iba a estar en ese pueblecito. Cuando le hubo enseñado toda la casa como si se la estuviera vendiendo, cosa que resultaba absurda, porque la casa formaba parte del privilegio de ser el encargado del tiovivo en esa localidad, el alcalde se despidió con un cordial saludo demasiado excesivo en el que por un momento, el sustituto pensó que le arrancaría la mano. Y una vez solo, por fin pudo cambiar la expresión de su rostro. Como si una sombra le hubiese absorbido de repente, como si la noche hubiese engullido al día sin ningún tipo de degradado, la expresión de encanto, de amabilidad, se tornó dura y oscura. Si había alguna razón para ello, esa era el odio que aquel hombre había infundido en él, pero simplemente se trataba de su expresión natural, la cual ya podía mostrar sin miedo a que la descubrieran. Antes de ponerse a pensar en cómo llevaría a cabo su plan, tenía que hacer algo. Algo que no se le podía olvidar, porque de ser así, las consecuencias en él serían inimaginables. Se sacó el llavero del bolsillo, lo colocó frente su sombrío rostro, observó con odio aquella maldita cruz de madera, y la arrancó de un tirón. Luego encendió el fuego de la chimenea, arrojó el objeto, y observó, con un deleite que le estiraba una malévola sonrisa en los labios, cómo se hacía cenizas.**** El alcalde Carlos… o Carlos a secas, se había quedado satisfecho con el sustituto. Nunca reemplazaría al viejo Domingo, que en paz descanse, pero parecía un buen hombre, bueno, parecía no, lo era; no hablaba mucho, sin embargo lo había visto en sus ojos, en ambos: en el azul y el marrón. No le sorprendió excesivamente aquella anomalía, de hecho, no se dio cuenta hasta que no había pasado un buen rato, como si los hubiese tenido normales y de repente hubiesen cambiado, sin embargo sí se le antojó un tanto extraño cuando lo percibió, más por su carencia de observación que por otra cosa. No obstante, lo que sí le sorprendió fue lo joven que era. Por la voz al otro lado de la línea telefónica esperaba un hombre de unos cuarenta años, pero el joven con el que se había encontrado, no debía tener más de veintisiete. De todos modos, no le dio mucha importancia; aquel hombre le había transmitido buenas vibraciones, y estaba seguro, pensaba conforme se dirigía al ayuntamiento, que sería capaz de poner de nuevo en marcha el tiovivo y con ello la alegría del pueblo después de una semana de luto. Una semana muy larga para el bueno de Carlos. Después del susto de Santitos y de la conmoción por la muerte del viejo, el tiovivo se cerró… o creyó haberlo cerrado, pues el sustituto había entrado sin llave, por lo que la puerta debía estar abierta. A continuación organizó todo para sacar a Domingo de la plaza y llamar una ambulancia. Mientras esta llegaba al pueblo, se puso en contacto con el único familiar del viejo que conocía, su hermano mayor. A parte de darle la mala noticia, Carlos quería comentar qué ocurriría a partir de entonces con el tiovivo, tratando el tema con mucho tacto. No le extrañó que el hermano no mostrara mucho interés ni por un tema ni por otro. Ambos hermanos llevaban enfadados desde que Domingo llegó al pueblecito con su alegre carrusel, y el mismo tiempo hacía que no se veían ni hablaban. Se trataba de un tiempo que se contaba en años, y no en diez o treinta, sino en sesentaitrés. Y Domingo tenía todo el derecho del mundo a ese enfado, vaya si lo tenía. Ambos hermanos trabajaron desde muy pequeños junto a sus padres como encargados de dos tiovivos, y ambos continuaron con la tradición cuando estos murieron. Sin embargo, las motivaciones de cada uno eran bien distintas. Por un lado, el hermano mayor estaba más interesado en los beneficios que en perpetrar la tradición familiar; por otro lado, al hermano pequeño le movía más esto otro, y sobre todo, el amor que sentía hacia esa atracción que parecía casi mágica. Puesto que eran propietarios de dos carruseles, Domingo se quedó con uno de ellos en la ciudad en la que habían estado desde que naciera, y su hermano se marchó a una ciudad más grande con el otro. Todo iba bien para Domingo, pero no tanto como para su hermano. Este ganó tal cantidad de dinero, que decidió reformar el tiovivo y convertirlo en algo más grande. Lo hizo de dos pisos, lo que suponía más caballitos… y más dinero. Luego regresó con él a su ciudad natal, en la que Domingo disfrutaba como los niños que montaban en su atracción, sin importarle las ganancias. La llegada de un carrusel mucho más grande, dejó en un segundo plano al pequeño, hasta que llegó un momento en que ningún niño quiso subirse en sus caballitos. ¿Quién iba a querer? ¡Había uno enorme dos calles más allá! ¡Uno en el que la velocidad era un poco más rápida, y en el que tenías que esperar menos tiempo a tu turno! Domingo discutió con su hermano tratando de convencerle de que cogiera su máquina de hacer dinero y se fuera a la ciudad de la que había venido, pero este le dijo que aquella era la ciudad de la que venía, y con semejante justificación, la cual era totalmente cierta, Domingo no tuvo más remedio que buscarse otro lugar. Y lo encontró. Y se alegró por ello. Encontró el lugar perfecto. Un pueblecito que hizo de su tiovivo, de su vida al fin y al cabo, lo más grande, más incluso que el enorme carrusel de su maldito hermano. Un pueblecito que acogió a ambos con tanto entusiasmo y amor, que le hizo olvidar la traición de su hermano, y sanar su alma. Así pues, la llamada del alcalde Carlos al hermano de Domingo no sirvió de nada, pues le escupió que le daba igual lo que hiciera con el tiovivo, que por él como si lo quemaban, porque estaba tan mayor que no quería, ni tenía fuerzas, para hacerse cargo de ello. De hecho, hacía ya unos años que había vendido el suyo, y disfrutaba de una verde jubilación. Y en cuanto a su hermano, le dijo que hicieran lo que quisieran con su cuerpo. Domingo fue enterrado con honor en una buena plaza del cementerio del pueblo. Fue una ceremonia a la que asistió todo el mundo, niños incluidos. Con este amargo recuerdo, Carlos llegó al ayuntamiento, donde pasaba la mayoría del tiempo, pues en su casa no le esperaba nadie y ahí, al menos, se encontraba rodeado de personas, no muchas, pero mejor que nada. Entró, se quitó el abrigo que utilizaba para que no hubiese distinciones entre él y los demás habitantes del pueblo, y tomó asiento en su diminuto despacho, dejando, como siempre, la puerta abierta. Mientras se desabrochaba los cordones de los zapatos para descalzarse, acción que realizaba cada vez que se encontraba en su casa o allí, ya que le olían los pies tan mal como un queso podrido mezclado con huevos también podridos, y cuanto menos tiempo estuvieran aprisionados mejor que mejor, pensó en que se sentía muy orgulloso de haber encontrado a ese hombre como sustituto de Domingo, que le caía muy bien, y que estaba seguro de que, como hizo el bueno del viejo muchos años atrás, reavivaría de nuevo el ánimo y los corazones de la gente.**** Un minuto más, y la última clase habría terminado. Un minuto más y guardaría su estuche y libro en la mochica a la velocidad del rayo. Un minuto más, y Álvaro saldría disparado hacia la puerta, se dirigiría corriendo a la plaza, y vería si había llegado el sustituto del señor Domingo. Su intención era preguntarle si abriría ese mismo día, pues estaba deseando volver a montar. Como al resto de los niños, lo que le ocurrió al señor Domingo le había asustado, claro, pero el susto se fue a los dos o tres días de su aparición, reemplazado por las ganas de subir a los caballitos y dar vueltas y vueltas, a la vez que asciendes y bajas con la musiquilla acorde en los oídos. Ganas de ver a todo el mundo girar como líneas difusas, padres, madres, amigos, casas… Y de reír y divertirse como antes, por supuesto. No era el único niño al que la conmoción se le pasó enseguida: a su mejor amigo, Dimas, quien nunca tenía miedo de nada, también, y pensaba que a Jorge igual, aunque quién sabía; era probable que a Jorge ni siquiera le afectara aquel accidente. Jorge y sus amiguitos eran los más valientes y fuertes de la clase, y nada les daba miedo, o al menos eso decían. Sin embargo, él sí le tenía un poco de miedo a Jorge y sus amiguitos, por eso trataba de no acercarse a ellos. Llevaba sin atender a la profesora Marisa un buen rato. Estaba absorto en el reloj que había justo encima de la pizarra. No hacía mucho que había aprendido a leer la hora de los relojes de manillas, y aún le costaba un poco, pero sabía exactamente la hora a la que el timbre sonaba, y esperaba impaciente a que la aguja larga se pusiera encima del doce, pues la pequeña ya estaba en el dos. Y al fin lo hizo. La manilla se movió, Álvaro arrojó las cosas a la mochila, acertando, el timbre sonó, y antes de que la profesora dijera que se podían levantar, él berreó un rápido «hasta mañana» y cruzó la puerta. Se precipitó por el pasillo, se deslizó al girar con la mochila bamboleando por detrás y salió a la calle, donde los padres de los niños más pequeños o de los que vivían lejos del colegio esperaban; él vivía a una calle de distancia, así que sus padres le dejaban ir solo a casa siempre y cuando fuera por la acera, cosa que cumplía como darles un beso antes de irse a la cama. La madre de Dimas, a quien ni siquiera le había dicho lo que iba a hacer, le saludó y le preguntó adónde iba tan rápido, pero él apenas lo escuchó. El gélido aire zumbaba en sus oídos y cortaba la débil piel de su rostro. Tenía guantes —su madre se los había puesto por la mañana—, sin embargo se los había quitado en clase para escribir mejor, y ahora estaban en el bolsillo de su abrigo beis, por lo que las manos, las cuales sujetaban las correas de la mochila, apenas las sentía. No le importaba; solo quería llegar a la plaza. Recorrió el camino que le separaba del centro del pueblo por la estrecha acera y exhalando vapor por la boca, colorado como la nariz del señor Domingo, y cuando llegó, se introdujo en la plaza y se detuvo. El cartel de la taquilla estaba colocado recto, lo que indicaba que el sustituto ya había llegado. Álvaro sonrió. Todo estaba en silencio; solo se oía su agitada respiración. Empezó a sentir el dolor en las manos, y decidió ponerse los guantes conforme se acercaba a la taquilla. —¿Hola? —saludó— ¿Señor? Metió el dedo índice en el lugar del corazón, junto a este —¡siempre le pasaba lo mismo!—, y se concentró en arreglarlo más que en su avance. Cuando consiguió tener todos los dedos en su sitio, levantó la cabeza y se topó con un hombre muy alto. Frenó antes de estrellarse contra él. —H-Hola —balbuceó. Le había asustado un poco. Pero en cuanto le vio la cara, el mundo volvió a ser tan seguro como siempre. Sonriendo, se presentó—. Hola, señor, soy Álvaro. —Le extendió una diminuta mano. El hombre mostró una agradable sonrisa en su juvenil rostro, y enterró la mano del chico en la suya enorme. Álvaro y su mano lo agradecieron; el calor era muy bienvenido. —Buenos días, Álvaro. Veo que acabas de salir del colegio. —Álvaro asintió—. ¿Y tus padres? —Preguntó mirando alrededor. —Mi madre está en casa. Vivo aquí al lado, y como tengo ocho años, me deja ir solo. —Pero por la acera. —Sí, por la acera —¡Qué inteligente! ¿Cómo lo sabía? —¿Y tu padre está…? —Por un momento el suave rostro del hombre se arrugó. —Trabajando. —Ah, trabajando, claro —Su cara volvió a ser la de siempre—. Y bueno, Álvaro, dime, ¿por qué no has ido a tu casa? Tú mamá se va a enfadar. Oh, no había pensado en eso, era verdad, su madre se iba a enfadar. Le haría rápido la pregunta y se iría corriendo. —Quiero saber si va a abrir el tiovivo hoy. El hombre abrió sus ojos exageradamente y dijo: —¡Por supuesto, Álvaro! ¡Claro que sí! Y además, ¿sabes qué? —Álvaro, que se había quedado sorprendido al ver los dos ojos de distinto color, negó con la cabeza—. Los dos primeros viajes son gratis… —Eso sacó de su sorpresa al muchacho y le llenó de entusiasmo, ¡dos viajes gratis!— Ah, y también —continuó en un tono más bajo, con aires de confidencialidad, mientras se inclinaba hacia el oído de Álvaro—, por haber venido a saludarme, podrás disfrutar de un viaje especial… Bajó tanto la voz, que incluso a Álvaro le costó escuchar lo que decía; sin embargo, debió ser algo muy bueno y divertido, porque le hizo sentirse el niño más feliz del mundo.
Su madre le esperaba en la puerta con los brazos cruzados. Había obligado a sus piernas a correr hasta tal punto que le temblaban, pero incluso a esa velocidad, ya llegaba tarde a casa. Su reacción a las últimas palabras del sustituto no impidió que un leve miedo contaminara su ánimo. Naturalmente, no le gustaba que su madre le castigara, y ese día no podía permitirse un castigo. Se disculpó entrecortadamente, asfixiado. —Pasa, anda. —Su madre no le pegaba nunca, aún así se encogió al cruzar el umbral. El calor le golpeó; la estufa de leña estaba encendida, y él venía sudando de la carrera. Se quitó los guantes y el abrigo—. ¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó su madre mientras le cogía las prendas de las manos y las colgaba en la percha de la entrada. —He ido a saludar al sustituto del señor Domingo. Quería saber si abrirá esta tarde. Lo dijo mirado al suelo. Sabía que había hecho mal. Tenía que haber pedido permiso por la mañana, antes de salir de casa. —¿A sí? Y eso de hacer lo que quieras sin consultarme, ¿desde cuándo? —Álvaro no dijo nada, ¿qué iba a decir? Ahora era cuando venía el famoso «Castigado»—. Siéntate en la mesa, vamos a comer. —¡Bien, no lo había dicho, no le iba a castigar! ¿Había terminado ya la regañina? No, claro que no—. Que sea la última vez que haces algo así, ¿me oyes? —Le sirvió un plato lleno de judías blancas—. Como vuelva a ocurrir, te castigaré sin tiovivo durante una semana… o más. ¡Una semana sin tiovivo! ¡O más! Eso era… ¡una semana! No podía ser, no ahora, no después del viaje especial que le regalaba el sustituto. No, por favor, no. Su madre le preguntó, ya en un tono más amable, qué le había dicho el hombre, pero durante unos segundos, Álvaro no dijo nada ni probó las deliciosas judías de su madre. ¿Qué haría ahora? ¿Valdría la pena arriesgar una semana sin tiovivo por aquel viaje especial? ¿Ese único y gran viaje podría sustituir a todos los que daría en… siete días? Sabía perfectamente que aquel castigo también se atribuiría a salir por la noche sin su permiso, pero el sustituto le había dicho que el viaje especial tenía que ser por la noche y solo. ¿Qué era exactamente lo que le había dicho? Ah, sí, ya se acordaba. Esa frase, junto con lo que le había contado acerca de aquel viaje especial, le hicieron convencerse de una vez por todas que merecía la pena desobedecer a su madre una única vez más, incluso si eso suponía no montar en el tiovivo durante tanto tiempo. Antes de regresar a la mesa de su casa y comenzar a comer y responder a la pregunta de su madre, repitió mentalmente aquella irresistible frase que le hizo sonreír de nuevo. «Por la noche, y sin papis, la diversión es mucho más chachi.»**** La fila era inmensa… y su sonrisa seguía el mismo ejemplo. ¿A cuántos niños más sería capaz de encandilar? No más que los caballos de los que disponía el tiovivo, por supuesto, pero esperaba que no menos. Conforme pedían su entrada, el sustituto examinaba sus rostros, o mejor dicho, percibía sus estados de ánimo, su vitalidad… su alma, y a los más felices, a los más alegres, les ofrecía la misma invitación que a aquel chico que había acudido allí tras el colegio: Álvaro. Nunca se le olvidaba los nombres de los chicos. Nunca. ¿Cómo olvidarlos? Eran necesarias estas cualidades, las cuales, a veces, le costaba identificar. Por esa razón le preguntó receloso a Álvaro por su padre, porque a pesar de que la energía que recibía de él cumplía todos los requisitos, era probable que el chico no fuera tan feliz como aparentaba si sus padres estaban divorciados o su padre hubiese muerto. Durante todo el tiempo que llevaba realizando aquello, se había dado cuenta que los seres humanos eran tan complicados como aparentar ser uno de ellos. Les daba la entrada con su siempre semblante sonriente y jovial, «los dos primeros viajes son gratis, les decía», y luego, tras afirmar que era el adecuado, le susurraba lo mismo que a Álvaro. Era fácil; los padres no esperaban con ellos en la fila. ¿Por qué habrían de hacerlo? Aquel hombre joven era tan simpático. Además, tenía su atractivo, rumor que se fue extendiendo entre las madres de los niños, las cuales, muchas de ellas, solteras y casadas, le taladraban con sus ojos descaradamente. Algunas de las chicas adolescentes no iban a ser menos, y en grupillos, lanzaban miradas discretas envueltas en risillas tímidas. Por otro lado, todo el mundo conocía ese tiovivo, así que ¿por qué desconfiar de él? Había padres que incluso dejaban que sus hijos asistieran solos a la plaza, mientras ellos disfrutaban de deseados y deliciosos momentos a solas en casa. Cuando llegó la hora de la cena, quedando la plaza vacía y el tiovivo cerrado, el encantador sustituto había seleccionado a nueve niños, de los que estaba seguro acudirían todos, pues el viaje especial resultaba irresistible y además, él se encargaría de los padres.**** Algo en el interior de Dimas estaba fallando. No sabía el qué, pero lo sentía a la altura del estómago. Una especie de dolor agudo que en cierta medida afectaba también al pecho, ejerciendo una presión casi irresistible. No era hambre; de hecho, se encontraba delante de un sabroso filete de pollo con puré de patatas y por más vueltas que daba al trozo pinchado en el tenedor —como si eso fuera a abrirle el estómago por arte de magia— no conseguía llevárselo a la boca. Su apetito estaba tan perdido como aquel dibujo que realizó hacía un año. Se trataba del mejor dibujo que había hecho nunca, era perfecto, sin embargo, un día fue a echarle su enésimo vistazo, y ya no estaba. No entendía qué había pasado, simplemente no estaba. Él juraría que lo había dejado sobre su mesilla de noche, pero había desaparecido. Como siempre hacía con cualquier cosa, preguntó a su madre, y sorprendentemente, también logró esconderse de ella. No obstante, hacía tiempo que se le había olvidado, un tiempo durante el cual había realizado mejores dibujos… o eso creía. No sabía el qué era esa sensación, pero sí sabía por qué la experimentaba. Todos los chicos de su clase —bueno, todos menos Álvaro, claro— creían que era bobo, ya que casi nunca hablaba, y se tomaba muy en serio la escuela, pues le encantaba aprender; además, desde la muerte de su padre en el trabajo —«murió trabajando» era el único detalle que le daba su madre—, no le apetecía mucho sonreír. Su padre le había parecido la mejor persona del mundo, incluso, tenía que decirlo, mejor que su madre, quien a partir de su muerte, en vez de mostrarse más sensible con él, hacía gala de una dura y estricta personalidad que contaminaba su educación como los barcos el mar. No obstante, lejos de mostrarle despecho, trataba de cuidarla mediante la expresión de su amor. Su padre se lo decía continuamente. Le decía que si alguna vez pasaba algo, él tenía que proteger a mamá, y Dimas intentaba hacerlo lo mejor posible dentro de los límites de un niño de ocho años. Así que Dimas no era un chico con el que apeteciera jugar o hablar, no era en absoluto popular. Pero tampoco era en absoluto bobo, no señor. Y por eso no se le había escapado el extraño comportamiento del sustituto del señor Domingo con algunos chicos y chicas aquella tarde. Sus observadores ojos vieron cómo se inclinaba ligeramente sobre ellos y les decía algo al oído. ¿Qué sería? Le preguntó a Álvaro si se había dado cuenta, y este pareció ponerse un poco nervioso y le dijo que no. Luego cambió de tema y le empujó hacia los caballitos, ya que habían llegado sus turnos. La cortina de la diversión corrida por el tiovivo, subiendo y bajando, subiendo y bajando, girando, riendo y gritando junto a Álvaro, ocultó las sospechas de Dimas. Hasta que llegó a su casa y comenzó a experimentar esa sensación en el estómago y el pecho. Dimas no comprendía qué estaba pasando con aquel hombre, qué les había dicho, ni por qué Álvaro pareció nervioso cuando le preguntó; pero algo tenía claro: el nuevo sustituto del señor Domingo, al contrario que a todo el mundo en el pueblo —incluida su madre, la cual no había cesado de mirarle con una extraña expresión en su rostro—, no le caía bien. Esa sonrisa… Esos ojos… Esa mirada de… ¿desprecio?... que le había lanzado cuando le dio el billete… No, había algo que no le gustaba, y le encantaría descubrir el qué. Pero ¿cómo? La respuesta llegó cuatro horas después, cuando, sin poder conciliar el sueño, su dolorido estómago empezaba —ahora sí— a regañarle por no haber cenado nada mediante reprobadores gruñidos, y escuchó pasos en la calle a través de los delgados cristales de la ventana de su habitación. Pasos que no podían ser más que de Álvaro.**** A las doce y media de la noche, cuando la oscuridad y el silencio eran absolutos, cuando el humo de las chimeneas ocultaba el negro cielo como un manto blanquecino, impidiendo a la helada ejercer el ataque en su totalidad, cuando las calles estaban vacías, el sustituto, inmune a la temperatura pero no al agradable olor a leña quemada, se deslizó silencioso como un animal acechante entre las casas de aquellos niños a los que había seleccionado para llevar a cabo su viejo y reiterado plan. Con toda seguridad los padres no dejarían salir a sus hijos tan pequeños a esas horas tan intempestivas, además, para beneficio del sustituto, aquel no era un pueblo en el que la gente anduviera por las calles tan tarde; ni siquiera las bombas de energía que eran los adolescentes salían con sus amigos a hacer de las suyas. Solo los gatos deambulaban por allí. Por lo tanto, realizó su trabajo sin temor a ser descubierto, aunque eso sí, lo hizo con los pies en el suelo. Algunas ventanas tenían las persianas bajadas del todo; otras, en cambio, hasta la mitad. En cuanto a estas últimas, algunas tenían sus ojos apagados, mientras que otras parecían mirarle recelosas despidiendo una luz amarillenta, sin embargo, eso no supuso ningún problema para el sustituto; era imposible que le vieran, pues las estrechas calles poseían pocas farolas, una en cada extremo concretamente, y la emisión de luz era ridículamente pequeña. No fue difícil hallar las casas de los muchachos. Una vez que los seleccionaba, podía sentirlos a metros y metros de distancia. De pie frente al edificio (todas eran casas bajas de piedra robusta aunque de aspecto frágil y penoso), como una sombra siniestra, hacía una señal en forma de candelabro o tridente con su larga y afilada uña negra procedente de la garra en la que se había transformado su gran mano, y se dirigía a la siguiente. Su viaje entre aquellas casitas no duró más de diez minutos. Todavía quedaban unos veinte para la hora en la que les había dicho a los niños que acudieran. Odiaba esperar, odiaba esos angustiosos instantes precedentes a algo deseado que estaba a punto de suceder, por eso decidió ponerse a limpiar el tiovivo con el fin de calmar aquella detestable ansiedad; por la mañana solo había limpiado el cartel y eliminado la peste de la taquilla. Sin necesidad de escalera, logró que la cubierta en forma de carpa de circo robara débiles destellos a las dos mugrientas farolas de la plaza, las cuales se encendían manualmente cuando el tiovivo cerraba. Aquellas luces no le preocupaban; ya se encargaría de ellas. También se ocupó de los caballitos, de los nueve, no se dejó ninguno; estaba plenamente seguro de que todos los niños corresponderían a su irresistible invitación. Y más aún sin el obstáculo de sus padres, los cuales, en esos momentos, debían estar dejando caer sus babas sobre el sillón, la mesa de la cocina, la alfombra, la taza del váter, o, por qué no, de la almohada de la cama.**** Al final, salir de casa no fue difícil. Y mantenerse despierto hasta tan tarde —algo a lo que no estaba acostumbrado porque a las diez siempre estaba en la cama— tampoco. Los nervios se enfrentaron al sueño sin apenas esfuerzo, y ganaron la batalla. En cuanto a sus padres, papá se había ido temprano a dormir como de costumbre, pues se levantaba a las seis de la mañana para ir a trabajar a la ciudad alejada cuarenta y nueve kilómetros de allí, y mamá… bueno, mamá se quedó dormida extrañamente a las doce y media, como pudo comprobar mirando las agujas del reloj situado sobre la encimera de madera. La mujer estaba sentada a la mesa de la cocina, con los brazos ocultos bajo esta y la cara desplomada en su superficie, con el pelo desparramado y la boca abierta..., ¡roncando! Su madre, quien más de una vez le había espetado a su padre que no la dejaba dormir por sus grotescos ronquidos, los cuales Álvaro escuchaba apagados desde su cuarto. Y aquello no era lo único insólito en ella; se había dejado el grifo del fregadero abierto. La mujer tenía por costumbre beberse un vasito de leche antes de irse a acostar, y luego lo lavaba, pero siempre cerraba el grifo; ¿por qué esta vez se le olvidó? ¿Tanto sueño tenía? No pensaba preguntárselo. Álvaro lo cerró, permaneció un rato mirando a su madre —dando algún respingo que otro cuando la fuerte aspiración le sorprendía— para comprobar que estaba totalmente dormida, y lejos de despertarla para que se fuera a la cama, apagó la luz de la cocina, se puso su abrigo beis y los guantes, y salió al frío de la noche lo más silencioso posible. Al pasar por delante de la casa de Dimas, no pudo evitar dirigir la mirada hacia ella, concretamente hacia la ventana de la habitación de su mejor amigo. A una parte de él le habría gustado que Dimas también viera lo que estaba a punto de ocurrir, y disfrutar juntos de aquello, pero como siempre, su parte egoísta se imponía a todo lo demás. Había muchas cosas que no deseaba compartir con nadie, pues eso le impedía aprovechar al máximo aquello que le gustaba o quería. Al compartir te llevabas solo una parte, y él lo quería todo. Por otro lado, había algo que le inquietaba furtivamente. No le daba mucha importancia, pero estaba ahí. Estaba relacionado precisamente con Dimas, cuya casa ya había dejado atrás, y con su singular carácter egoísta. Encogido dentro de su abrigo como una tortuga en su caparazón, con las manos enguantadas en los bolsillos de este, giró la esquina de la calle en la que se encontraba su casa, y la plaza ocupó su campo de visión, mientras aquellas preguntas que le inquietaban ocupaban su mente. ¿Por qué el sustituto del señor Domingo se inclinó sobre algunos chicos tras darles la entrada? ¿Por qué no lo hizo con Dimas? Este le había preguntado si lo había visto, y él le dijo que no, pero ¿por qué le engañó? ¿Por qué no le dijo que sí? ¿Tal vez sabía la razón? Pero eso no podía ser; el sustituto le invitó a él por haber ido a saludarle, ¿qué habían hecho los demás chicos para que este les ofreciera el viaje especial? ¡Nada! Era imposible que el sustituto les invitara a ellos también. Imposible. Sería él el único que disfrutaría de esos caballitos vi… Sus pensamientos se interrumpieron cuando vio llegar desde distintas calles a Javi, Pedrito, Mario, José, Diego, Sara, Beca y Nora. Por un momento se sintió tan decepcionado y triste, que los pies se le detuvieron. No se trataba únicamente del hecho de que ya no estaría solo, sino de que el sustituto, aquel hombre amable e inteligente que enseguida le gustó cuando le conoció, le había mentido. Y también que, ahora experimentaba cierta culpabilidad por no habérselo dicho a Dimas. No obstante, no se daría la vuelta; por nada en el mundo se perdería aquello. ¡Si hasta se había arriesgado a pasar una semana sin tiovivo! Por lo tanto echó a andar de nuevo, entró en la plaza con su mejor sonrisa —a pesar de que intentaba que fuera falsa era más real de lo que le hubiera gustado reconocer—, y saludó a sus amigos.
**** Apretó su nariz contra el cristal de la ventana a tiempo de ver desaparecer la espalda de Álvaro por el borde derecho. Sin ninguna duda era él. Ya por el sonido arrastrado de los pasos típicos de su mejor amigo le había identificado, pero ver su abrigo beis le convenció del todo, pues era muy extraño que Álvaro estuviera en la calle tan tarde, bueno, Álvaro, y cualquier persona en aquel pueblecito. ¿Adónde iba? Se preguntó, sintiendo cómo el hambre volvía a desaparecer para dejar alzarse de nuevo ese dolor agudo en el estómago y esa presión en el pecho. Sin dejar tiempo a que la indecisión lo acorralase, decidió seguirle. Salir de la casa no le supuso ningún problema. Su madre estaba ya más que dormida, y no era la primera vez que se deslizaba por la ventana de su habitación. En más de una noche en la que no podía dormir se había escabullido para ir al cementerio, a visitar la tumba de su padre. No le daban miedo los muertos, pues muerto significaba muerto, y tampoco creía aquellas estúpidas historias con las que Álvaro trataba de asustarle, aunque eso sí, nunca iba allí después de las doce. Era una contradicción que Dimas, de ocho años de edad, aún no entendía, ni siquiera se le pasaba por la cabeza; era simplemente algo automático. Nunca pisaba la dura tierra del cementerio pasada esa hora. La calle estaba muy oscura, pero pudo ver a la chaqueta de Álvaro doblar la esquina. Solo lograba ver el abrigo beis del muchacho, porque sus pantalones eran negros y su cabeza estaba tan hundida en aquella que apenas vislumbraba uno de sus pelos rubios. Por otro lado, experimentó un acceso de envidia, lamentándose por no haber cogido una chaqueta. Hacía un frío doloroso, y Dimas iba ataviado solo con su pijama gris; un gris igualito al del humo que escupían las chimeneas, el cual cada vez dejaba más espacio al cielo negro y sin luna. Al llegar a la esquina, tiritando y apretando la mandíbula para no castañear los dientes, observó a Álvaro parado en medio de la calle. ¿Qué hacía? Alzó la mirada por encima del hombro de este y se percató que estaban entrando en la plaza más chicos y chicas. Algunos de su propia clase, y otros también del colegio pero más pequeños y mayores. La presión en el pecho se intensificó hasta tal punto que se quedó sin respiración, lo que le obligó a abrir la boca para coger aire. Pero una vez recuperado el aliento, sus dientes comenzaron a castañetear furiosos, así que, con el corazón dado la vuelta y el cuerpo en tensión, se ocultó raudo tras la esquina, apretando la espalda contra la pared como si quisiera atravesarla. «Que no me haya oído. Que no me haya oído», imploraba con el corazón ahora latiendo al límite de su velocidad. Dimas temía que Álvaro se enfadara con él por haberle seguido, y lo que menos falta le hacía a Dimas era perder la amistad de su único amigo. Esperó eternos segundos en los que ni siquiera sintió el efecto del frío, a pesar de que sus labios se habían tornado morados y la piel de su cara era un círculo blanco moteado de puntos rosados a la altura de la nariz y las mejillas, resaltado por su cabello negro azabache. Cuando se convenció de que Álvaro no había oído el estridente choque de sus dientes que le pareció que sonó por todo el pueblo, abrió los ojos, su corazón volvió a latir con normalidad, y el frío le azotó como miles de agujas clavándose en su piel, en sus músculos, en sus huesos. Con gran esfuerzo, logró separarse de la pared, agacharse ligeramente —percibiendo el sonido de todas sus articulaciones al doblarse—, abrazar sus piernas, y emerger su cabeza por el borde de la esquina. Desde allí vislumbrada toda la plaza, a la cual, Álvaro ya había llegado, y con ella el tiovivo y la taquilla, de la que surgió, esbozando una sonrisa («escalofriante») brillante, el sustituto del señor Domingo.**** —Buenas noches, muchachos —saludo enfatizando cada una de las palabras. Dirigió sus ojos bicolor a Álvaro—. ¿Qué tal, Álvaro? Te noto un poco serio. —Levantó las cejas inquisitivamente. Álvaro se estremeció ligeramente bajo esa mirada. ¿Había adivinado que estaba enfadado con él? Sí, seguro que sí. Era muy inteligente. ¿Se enfadaría él también si le decía la verdad? No sabía por qué, pero no le entusiasmaba mucho la idea de que el sustituto se enfadara. —Nada. Estoy bien. Tengo frío, solo eso. —Hizo un monumental esfuerzo para que no le temblara la voz. —¿Seguro? —volvió a preguntar. Álvaro miró al suelo y cambió el peso de su cuerpo al otro pie—. ¿No estarás un poco enfadado porque no has sido el único invitado como te dije? —Ahora vendría un «¿Verdad?», pero el sustituto se limitó a alzar las cejas de nuevo. —No estoy enfadado; solo tengo mucho frío. —Bien. Porque no quiero que pienses que soy un mentiroso… —No —exclamó su boca antes que su cerebro. «¿Por qué le tienes miedo? — le preguntó una parte de su mente—. Esta tarde te parecía un hombre estupendo y ahora…». «¡No le tengo miedo!», espetó la otra. «¿A no? —continuó la primera—. Entonces, ¿por qué tratas de no temblar?». Para eso, la parte menos racional no tenía respuesta. —…, ya que no lo soy. Al principio pensé invitarte solo a ti, por venir a saludarme, gesto que me inundó el corazón de gratitud, de verdad. —Comenzó a caminar hacia el tiovivo—. Pero luego pensé que era una lástima desperdiciar el resto de caballitos. ¿Sabéis por qué se llama tiovivo? —Preguntó sin dirigirse a nadie en concreto. Rodeó el carrusel rozando con sus enormes manos cada uno de los caballos… y lo que ocurrió a continuación fue el mayor milagro que había visto aquel pueblecito y aquellos jóvenes muchachos—. Porque están vivos —afirmó.**** El sustituto contempló cada uno de los rostros asombrados y ligeramente aturdidos, y se deleitó, saboreando ya, de antemano, lo que estaba a punto de robarles. Sabía que su explicación no tenía mucho sentido, pues «tio» no significaba caballo, pero en ninguna de las veces que había realizado aquello, ningún niño había cuestionado su sinsentido; los niños eran estúpidos, y más aún después de ver cobrar vida a esos caballitos de madera, siempre congelados en plena carrera. Un potente calambre le recorrió todo el cuerpo. Se trataba de un acceso de debilidad que se apoderaba de él en los momentos finales. Habían comenzado mientras limpiaba el carrusel, y cada vez eran más frecuentes. Necesitaba acabar con todo eso cuanto antes. Todavía no se creía la suerte que había tenido con este pueblecito. La última vez —y la anterior y anterior—, hacía mucho tiempo, tuvo que apañárselas para acceder a un carrusel que necesitara un nuevo responsable, pero en esta ocasión, aquel viejo al que llamaban Domingo le ahorró el trabajo de buscar y dejar vía libre. Otro calambre le recordó que quedaba poco tiempo, así que animó a los muchachos a que montaran en sus caballitos. —¡Adelante! No os quedéis ahí embobados. ¡Subid, yo os ayudo!**** Álvaro no se lo podía creer, ¡los caballos habían cobrado vida! ¿Cómo era posible? Él nunca había creía en la magia, pero tras presenciar aquello, era imposible no plantearse cambiar de opinión. Esa transformación había dado un fuerte empujón al («miedo») enfado para dejar paso a una desbordante emoción impregnada de dosis de adrenalina, entusiasmo y júbilo que alejaba las pesadillas de cualquier niño. La voz del sustituto le sacó de su asombro y cuando se quiso dar cuenta, se sorprendió encima de unos de los caballos, alto, fuerte, y con las crines tan blancas que se fundían con el pelaje de su lomo. Aunque a decir verdad, en esos momentos el caballo no era blanco, sino verde, rojo, amarillo, violeta; las frenéticas luces del tiovivo lo bañaban todo. Daban vueltas, como los de madera, pero moviendo sus patas y relinchando, y la barra había sido sustituida por una extraña silla con un cinturón que impedía que te deslizaras hacia los lados. Álvaro nunca había montado en un caballo, y le pareció la mejor sensación del mundo: viendo todo desde esa altura tan impresionante, sintiendo el bamboleo del torso del animal al mover las patas. Estaba tan contento, que se olvidó incluso de su futuro castigo, de que estaba compartiendo eso con otras personas, y de Dimas; ni siquiera pensó un «Ojalá estuviera aquí». Todo se le olvidó por completo. Solo eran él y el caballo; el caballo y él. El carrusel en sí también había cambiado. Ahora era mucho más amplio. Ocupaba casi toda la plaza, dando espacio a los caballos para que se movieran a más velocidad. Los animales aceleraron hasta hacer ver a Álvaro todo su alrededor en líneas difusas de millones de colores, y oír la música como un zumbido agudo. Álvaro empezó a chillar de alegría, exclamando «arres» y «arres», atreviéndose incluso a soltar una mano y alzarla como un orgulloso caballero, pero de pronto, un fuerte mareo penetró en su cabeza y le obligó a agarrarse de nuevo. «¡Uh!», exclamó aturdido. Pareció despejarse, e iba a volver a soltarse y seguir disfrutando, cuando el mareo regresó, esta vez tan intenso, que le hizo cerrar los ojos, bambolear la cabeza y soltarse de las inútiles riendas. Regresó instantes después, pero ahora se sentía muy débil, apenas podía levantar las manos para sujetarse, y todo su cuerpo se movía violentamente de un lado a otro, de izquierda a derecha, hacia adelante, hacia atrás, sobre el caballito, el cual, volvía a ser el de madera y por lo tanto sin silla que le mantuviera sujeto. Álvaro se desplomó en el suelo mientras el caballo seguía girando. Antes de que la oscuridad se tornara ligeramente gris y de nuevo negra, Álvaro escuchó fuertes golpes y sintió vibrar el suelo. No obstante, lo que le atormentaría en las pesadillas durante toda su postrada vida, sería aquella risa. Aquella risa que aún le inducía el vómito cada vez que su cabeza se empeñaba en revivirla. **** Al fin podía actuar. Al fin había llegado la hora. Al fin los muchachos estaban plenamente contentos, emocionados, rebosantes de ilusión y alegría; unos sentimientos que llenaban su olfato de agradables y deliciosos aromas. Al fin podía mostrarse tal y como era. Despegó los pies que ya no eran pies del suelo, extendió los brazos hacia delante, en la dirección de los niños y niñas, con las palmas de las manos que ya no eran manos hacia arriba, alzó levemente la barbilla perteneciente a una cara que distaba mucho de aquel rostro joven procedente de centenares de niños felices, desplegó la mandíbula y abrió los ojos bicolor pertenecientes a los ojos de centenares de niños alegres, hasta salirse estos casi de sus órbitas, y comenzó a realizar ese proceso que, al igual que a cualquier ser, le mantenía vivo: comenzó a alimentarse. Comenzó… a robarles el alma. **** Dimas por fin descubrió de qué se trataba aquella doble sensación. Era algo que no había tenido nunca, o al menos no tan intensamente. Algo que no sabía por qué a él no le pasaba mientras que a otros sí, incluso a personas mayores, como por ejemplo su madre, quien no podía ver las arañas. Lo que había sentido desde que vio al sustituto, ese dolor agudo en el estómago y esa presión en el pecho era miedo. No entendía por qué lo descubrió, simplemente esa palabra apareció en su mente, y aún permanecía en ella. Tampoco entendía qué estaba ocurriendo en la plaza. Pero nada bueno, eso estaba claro. En cuanto el sustituto empezó a dar vueltas al tiovivo conforme decía algo que sus oídos no alcanzaban a oír, la oscuridad cayó sobre ellos. Las dos farolas sucias de la plaza se apagaron, y solo era capaz de percibir la claridad de los caballitos, pues eran blancos, y parte de la ropa de todos los que se encontraban allí. En ningún momento perdió de vista a Álvaro y al sustituto. Entonces escuchó el grito ahogado de todos los chicos y las chicas, y a continuación percibió que estos se movían hacia el tiovivo, y se subían en los caballitos. La atracción empezó a girar sin que nadie la accionara, pues el sustituto seguí ahí fuera, pero no había ni rastro de las luces ni de la repetitiva musiquilla. Al rato le llegaron los gritos de alegría y diversión, como si se lo estuvieran pasando extremadamente bien, solo que Dimas no comprendía cómo era eso posible a oscuras. Oyó a Álvaro gritando «¡Arre! ¡Arre!», y le pareció ver una de sus manos alzada en el aire. Y en ese momento fue cuando ocurrió. Entrecerrando los ojos, logró vislumbrar cómo el sustituto del señor Domingo se levantaba del suelo. ¡Estaba volando! La boca de Dimas se abrió inconscientemente y el vaho inició su baile con la respiración agitada del chico. Abrazado a sus piernas no solo fue testigo de eso, sino también de la transformación de aquel ser. No se dio cuenta de lo que era hasta que no se lo reprochó su madre más tarde —a pesar de todo—, pero agradeció ese calorcito que comenzó en su tripa, recorrió su trasero y sintió después en la parte posterior de sus piernas. Dimas distinguió dedos alargados y arrugados acabados en largas uñas negras donde antes estaban los zapatos, garras horrorosas donde antes habían unas enormes manos, y un rostro… ¡oh! el rostro. La imagen de esa terrorífica cara acabó con sus escapadas nocturnas a la tumba de su padre. Una boca desencajada repleta de dientes afilados, una nariz arrugada y puntiaguda, orejas inexistentes y unos ojos completamente redondos e inyectados en sangre, con ambas pupilas de un color cambiante: del azul se pasaba al verde, del verde al marrón, del marrón al gris y así sucesivamente. Pudo ver todo eso con claridad porque esas partes de su cuerpo agujereaban la oscuridad, ya que la piel se le había vuelto intensamente blanca. Por otro lado, su cuerpo parecía haberse convertido en humo negro; no lo distinguía bien, naturalmente, pero sí percibía un continuo movimiento, así que no debía ser nada sólido. Cuando terminó su transformación —que no duró más de tres segundos—, empezó a emitir un sonido horrible y uno a uno, los niños y niñas que giraban en los caballitos fueron silenciándose y cayendo al suelo, incluido Álvaro. Eso fue lo que determinó el límite del aguante de Dimas, quien sorprendentemente se puso de pie de un salto, inmune al frío que le había dejado insensibles las manos, las orejas y la nariz, y salió corriendo. Aunque eso sí, antes de dar media vuelta sobre sus talones, percibió por el rabillo del ojo cómo las cinco manchas blancas que violaban la oscuridad desaparecían para siempre.**** Siete niños y tres niñas sufrieron daños aquella noche en aquel pequeño y tranquilo pueblecito. Para nueve de ellos, los daños fueron irreparables y permanecieron en camas, sin apenas tener fuerzas para moverse, el resto de sus vidas. El décimo solo presentó inicios de hipotermia. El alcalde Carlos dimitió, sintiéndose culpable por haber permitido que ese maniaco llegara al pueblo, y visitó a todos y cada uno de los muchachos. Al igual que esos nueve niños, aquel pueblecito jamás volvió a ser el de antes, ni siquiera el que fue antes de la llegada del señor Domingo con su alegre tiovivo. El carrusel fue destruido por los habitantes, quienes descargaron su ira a palazos, patadas y puñetazos. Luego utilizaron los restos para alimentar sus estufas los días del frío invierno. Nunca más se volvió a ver una sonrisa en aquella localidad. Los habitantes incluso llegaron a aborrecer esa mueca. Nunca más se volvió a saber de aquel ser que contaminó a ese pueblo. Aquel ser extraño cuya verdadera naturaleza solo conocía un niño al que nadie creía. Aquel ser que no se llevó solo el alma de nueve niños. Se llevó El Alma del Pueblo.