Los hijos, cuando los pierdes por la sola y absurda razón de ser hombre, por el pecado de tener un colgajo entre las piernas, hecho biológico que, ante la ley española, te convierte en progenitor de segunda división _manda huevos_, vulnerando el derecho fundamental a la igualdad que recoge la Constitución sin que a nadie se le ocurra alzar una ceja para mostrar su repulsa, son peores que la nicotina. Se convierten en una adicción. Un gusto que flipas cuando los tienes contigo, pero con efectos muy perjudiciales para la salud, porque pueden ser causa de enfermedades cardiovasculares cuando te faltan, provocar angustia y problemas respiratorios graves y, finalmente, dar lugar a idas de olla y delirios varios de consecuencias impredecibles.
A los hijos habría que prohibírselos directamente a los padres divorciados, abstinencia total, y no permitir, bajo ningún concepto, que los despachen en los estancos del divorcio, porque si no te mata directamente amarlos, lo probable es que acaba contigo alguna ex, cuyo consumo, en cualquier cantidad, por pequeña que sea, está absolutamente desaconsejado: las ex son, por definición, una madres tan cojonudas, tan perfectas, que la simple contemplación de su divina santidad puede, de un infarto de caballo, mandarte a tocar la lira al más allá. Así de peliagudo es el asunto, damos y caballeras.
Yo doy fe de que la citada adicción a la sustancia filial, la peligrosísima filicotina, es la más daniña _¡dónde va a parar!_ de todas las drogas conocidas, ya que durante los tres años siguientes a mi separación matrimonial, tiempo en que los disfruté la mayor parte del tiempo, cuanto más los veía, más deseaba verlos, como si me hubiesen poseído, y con que sólo transcurriesen tres días sin verlos, el mono de la dependencia era tan fuerte, tan doloroso, que sentía írseme la vida por las alcantarillas.
No era capaz de razonar que aquello era un exceso. Que aquellos hijos, siendo míos, no lo eran en absoluto, porque la ley, la señora de la venda en los ojos, me consideraba padre completo para las obligaciones, cuarto y mitad de padre, apenas el tío-visitas para todo lo demás. De aquel estado de enloquecida adicción me sacó la cruda realidad de que, la progenitora de las criaturas, con las mejores intenciones, como todo el mundo, decidió mudarse con ellos al quinto pino por razones laborales, a más de setecientos kilómetros de donde estaba no quien pare y decide, sino el prescindible que puso el semen, dejándome hecho una mierda y con un mono de mis hijos tan descomunal que parecía King Kong.
En esos momentos, te das cuenta de la mierda que vale un padre divorciado y comprendes, de forma brusca y muy dolorosa, que lo de la patria potestad compartida es un cuento chino más de la justicia, porque lo que es en mi caso ni en ese momento, ni en ningún otro, tomé yo partido en decisiones esenciales de la vida de mis hijos. Un cero a la izquierda total.
Para más jodienda, a la nada y la carcoma que deja en tu alma la ausencia prolongada de los hijos, tuve que sumar, como si fuese yo el que hubiese decidido que se fuesen a vivir a la estratosfera _¡manda huevos, de nuevo!_, las correspondientes acusaciones de que era yo, que dada mi precaria situación económica apenas podía ir en bus hasta la esquina, mucho menos pagarme viajes regulares (y hoteles para estar con ellos) hasta el dichoso quinto pinto donde me los llevaron, el pésimo padre que tenía abandonados a sus hijos.
Lo dicho: Tener hijos tiene efectos muy perjudiciales, pero que muy perjudiciales, para la salud.
Y amarlos, ya ni te cuento.