El ancla

Solía ser de viento y tener como domicilio el frenesí. Mis días eran torbellinos, me sumergía en cuanta aventura divisara. A nada temía y me entregaba a las pasiones, como quien le hace el amor a la vida. Pero un día cualquiera, contra toda lógica del tiempo, quedé atrapado en un momento. Los relojes colapsaron, las estaciones se extinguieron, y ese atardecer amenazó con ser noche para siempre.

Como una mariposa sin polvo en las alas, me estanqué. Ese momento se convirtió en mi cárcel, una dulce prisión, pero prisión al fin. ¿Que hacer cuando uno corre sin avanzar? Los calendarios quedaron obsoletos, todos los días eran el mismo día y los mil caminos que atravesé andante se convirtieron en un pozo negro y lúgubre. La población mundial se redujo a una sola persona y mi vida a un intenso y caprichoso recuerdo. Mis días se volvieron circulares, viviendo un presente que todo el tiempo giraba hacia atrás, para convertirse otra vez en pasado.

Estaba siendo vapuleado por la tiranía de la melancolía, y como toda tiranía, tenía que ser vencida con la valentía. Un segundo y una revelación alcanzaron para despabilarme de aquella monotonía: ¿Ese recuerdo era el que me anclaba, o yo mismo era realmente mi propio ancla? De mi dependía rescatarme de ese secuestro del pasado, todo lo que tenía era yo. Una tenue luz invadió mis ojos y segundos bastaron para encontrarme otra vez acariciando las nubes, con el horizonte entre ceja y ceja, andando, viviendo.