A partir de la herencia de mi madre y gracias entre otras cosas, a que servidor aportaba todo su sueldo a la caja familiar, mi padre fue comprando las tierras lindantes, hasta que consiguió una parcela aceptable. Unas diez hectáreas o quince fanegas, más o menos, de viñas casi todas viejas. Arrancamos la mayoría, dejando solamente el viñedo primigenio. Se parceló toda la finca, cambiando de sitio un camino que la dividía por el centro y llevándolo a uno de los extremos, sobre el antiguo cauce del Guadiana, sin uso entonces, pues se construyó uno nuevo en los años cincuenta, cuando se hizo el pantano de Peñarroya.
Mi señor padre estableció una suerte de acuerdo societario con el hijo de unos inveterados vecinos, algunas veces referidos. Los socios pensaron sembrar melones en la tierra blanca, para lo cual fue necesario horadar un pozo y dotarlo de los medios necesarios para subir el agua a la superficie y poder distribuirla por la tierra. Hubo que comprar una bomba, un motor diesel para moverla y tubos de aluminio con aspersores para llevar el preciado elemento a las plantas. Según las clausulas de la coyuntería, estas inversiones las tenía que efectuar mi papá. Así se hizo, estando en abril todo preparado para comenzar a sembrar la cucurbitáceas.
Como te habrás dado cuenta, paciente lector, este relato va a ser un drama rural, de tanto predicamento y aceptación en este humilde blog.
El señor socio y un servidor, cuando estaba franco de servicio petrolero, comenzamos a sembrar. Íbamos a la finca conduciendo cada uno un velomotor; una vez allí, procedíamos a introducir las pepitas en su lugar correspondiente, las intersecciones de una retícula, previamente trazada con el arado, para lo cual nos ayudábamos de un tubo cuadrado de hierro, que en el extremo superior tenía un recrecimiento en forma de embudo y en el inferior, sagitalmente cortado, una portezuela que se abría con una palanca instalada bajo una empuñadura colocada en el tubo, como detalle ergonómico. El ingenio se llamaba, «máquina de sembrar melones». El proceso consistía en una serie de tareas mecánicas y repetitivas: una vez en el punto señalado, se clavaba la «máquina de sembrar melones», se echaban cuatro o cinco pepitas por el embudo, se levantaba la portezuela a la vez que se extraía la máquina y, para acabar, arrastrando el pie, se tapaba el agujero con tierra. Una vez sembrada una extensión suficiente, se procedía a regarla para la óptima germinación.
Una mañana y antes de llegar a nuestro destino, mi acompañante comenzó a hacer notar que no veía el motor desde la distancia, hecho que no consideré de importancia. Una vez dentro de la finca, señaló que parecía que el camino de entrada hubiese sido barrido, tampoco le hice entonces caso. Cuando llegamos al pozo, el motor no estaba. El comunero comenzó a hacer esparavanes, a proferir gritos y a dar vueltas corriendo como loco en derredor del pozo mocho. Tampoco, en ese momento, me di cuenta de su sobreactuación. Nunca se descubrieron los autores.
Hubo que comprar otro motor deprisa y corriendo, para no perder la cosecha y construir una caseta, protegiéndolo de nuevos hurtos. Años después, atando cabos, volví a recordar los detalles a los que no hice caso en aquel momento, resolviendo mentalmente el caso, pero ya era tarde.
Pues aconteció que cuando los melones ya habían germinado y tenían una cierta altura, una nube de piedra los masacró. Intentamos salvar los tallos que quedaron en pie, amontonándoles tierra alrededor uno por uno, en un trabajo ímprobo y a cuarenta grados a la sombra. Afortunadamente tuvimos una cosecha aceptable. Cuando creíamos que todo había acabado, las noticias sobre el precio de la fruta acabaron de darnos la puntilla: ese año sembró melones hasta el apuntador, inundando el mercado de oferentes y aprovechándose de ello los demandantes. El melón es de los pocos productos agrícolas no protegidos y que se rige por la ley de la oferta y la demanda. Dicho esto como glosa pedante y economicista.
Hubo que hacer de tripas corazón, recoger la cosecha y llevarla a la cooperativa. Nos empleamos a fondo y hubo que buscar, además, mano de obra ajena. El asociado reclutó a un sobrino político, algo distraído, pensábamos entonces. Cada vez que llenábamos un remolque, había que ir a descargarlo, para ello nos íbamos el comanditario, el sobrino, mi hermano y un servidor; la descarga era manual, melón a melón. Unos tirábamos los frutos desde el remolque a las manos de los que estaban abajo, ellos los cogían y los colocaban con cuidado en un montón, todo ello a gran velocidad. En un momento determinado, el sobrino, se conoce que perdiendo el poco juicio que tenía, remató de cabeza y en plancha un melón lanzado a sus manos. Cayo desplomado, sin conocimiento y echando sangre a chorro por la herida que se abrió. Hubo que llevarlo a la casa de socorro, antes de que feneciese desangrado.
Acabamos como pudimos la campaña de los melones, creo que los últimos los vendimos al Icona como alimento para ciervos. Los siguientes años sembramos cebada, mucho más fácil de cultivar y menos dañina para la cabeza que la tropical hortaliza.