Por aquel entonces el tenista de Manacor vino a la isla para un acto de promoción publicitaria con la empresa en la que trabajo desde hace una década. La figura mundial se alojó entonces en la villa que tiene Julio Iglesias en la zona costera de Punta Cana, y yo tuve el privilegio de ser el encargado de acompañarlo a él y a su séquito desde allí hasta el lugar en el que tendría lugar el acto publicitario. Dos horas largas de carretera con el astro junto al que todo el mundo quería fotografiarse.
Recuerdo que justo la noche antes de que tuviera que hacerles de guía me lo encontré de casualidad cenando en un restaurante de la zona. Él estaba con un grupo de amigos y la gente del restaurante, los clientes, y todo alma que pasara por allí, se levantaba y acercaba a su mesa para hacerse fotos. Nadal, interrumpido docenas de veces, no dejó de sonreír y de tomarse las fotos con todos lo que hasta él se acercaron. Mientras, sentado a pocas mesas de distancia, yo observaba la situación con cierta sorpresa, pues si hubiera sido mi menda a quien hubieran interrumpido de aquella forma, creo que habría sacado la raqueta (que seguro lleva siempre una encima a pesar de que no se la vi) y hubiera comenzado a repartir drives y reveses entre los asistentes como en una final de gran Slam. Sin embargo él no lo hizo, aguantó estoicamente y cuando llegó el momento de marchar se fue entre gritos de “Rafa, Rafa”.
No acostumbro a hablar de mi trabajo. No me gusta vincular mi faceta profesional, ni la imagen de la empresa a la que represento, con mis ideas personales ni con mis escritos o posicionamientos políticos, pues son dos ámbitos de mi vida totalmente diferentes, pero aquel inicio de año de 2012 fue especial porque sentí el peso y el orgullo de ser el escogido para representar a la corporación ante la figura de Rafael Nadal.
Llegué pronto a la villa de Julio Iglesias a bordo de un pequeño autocar con espacio para los pasajeros y sus pertenencias, pues me habían avisado que después del acto se marcharían directamente a Miami a jugar el Open en Key Biscane. Durante buena parte del tiempo albergué la ilusión de encontrarme a Julio Iglesias bajando en batín a lo Hugh Hefner para despedir a la comitiva, pero en su lugar apareció un mayordomo a quien vi años más tarde en TV presentando un libro de memorias, por no decir vergüenzas, del propio Julio Iglesias sin permiso de éste. Tras él, comenzaron a aparecer chicos jóvenes, los mismos con quien había visto a Rafael Nadal en la cena, que se fueron despidiendo del mayordomo de la familia Iglesias y fueron entrando en el bus por indicaciones mías. Al final llegó Nadal con una chica, su novia, y una señora, su madre, y se unieron al grupo.
El viaje había de durar un par de horas y enseguida comprendí porque había sido escogido para hacerles de guía, ya que todo el grupo hablaba en catalán. Apenas me percaté de esa feliz coincidencia, los saludé con un “bon dia”, y arrancamos.
Recuerdo que hablamos de muchas cosas, me preguntaron por temas del país, costumbres, curiosidades, sorprendidos de lo que iban viendo por la ventana del autocar, cosas como ir cuatro o cinco personas en una moto, o el desorden infinito que supone cruzar un pueblo, y combinaban sus preguntas sobre República Dominicana con temas de actualidad y con preguntas a mí misma condición, qué hacía allí, o cómo había llegado, cosas muy habituales cuando te encuentras con gente de tu país. Aquel domingo jugaba el Barça contra el Sporting de Gijón, que hacía poco había fichado a Javier Clemente como entrenador, y el tema de conversación se desvió hacia el bendito fútbol. Rafael Nadal hizo un comentario sobre lo bien que le había caído Javier Clemente cuando lo conoció y sus amigos le recriminaron, entre risas, que él no tenía criterio para catalogar a nadie pues todo el mundo era amable con él por ser quien era. Ahí me atreví y le pregunté algo que me abrasaba la garganta, “¿cómo un deportista de su nivel podía ser del Real Madrid?”, lo solté tal y como me vino a la cabeza, y las risas inundaron el bus. ¡Hasta aquí te lo tienen que decir!, gritaban su entrenador, su fisio, y los demás que lo acompañaban. Vale decir que Nadal no me contestó, y se limitó a sonreír con franqueza.
Poco a poco nos fuimos acercando al punto de destino donde habían preparado un recibimiento al más puro estilo de Bienvenido Mister Marshall, algo que por otra parte era totalmente normal si tenemos en cuenta la importancia del personaje. El bus fue entrando al recinto residencial, y cuando Nadal vio el panorama se levantó, se cambió la camiseta usada que llevaba por un polo de la marca correcta, vino a la parte delantera del vehículo y me pidió que no me parara, que siguiera adelante. Sorprendido, di las instrucciones al chófer y el autocar pasó de largo unos cincuenta metros de la zona preparada para su recibimiento, “prefiero que no esté mi familia”, me aclaró abarcando con los brazos a todos los que iban en el autocar. Paramos, bajé delante y él me siguió. La comitiva de recibimiento, aturdida en un inicio por el hecho de que no hubiéramos parado frente al lugar donde lo esperaban, arrancó con fanfarria y baile, ni cortos ni perezosos, en dirección al bus, de modo que cuando bajó Rafael Nadal con su uniforme correcto, la comitiva casi estaba encima del autocar. Nadal, cuando estuvo seguro de que los flashes no alcanzarían a su familia, se encaminó hacia ellos entre vítores de los asistentes. Sin embargo, cuando estaba apenas a un par de metros de los patrocinadores, los músicos, los bailarines y la prensa, y ya estaba a tocar de los brazos abiertos y las manos tendidas que lo esperaban, Rafael Nadal se dio la vuelta y vino de nuevo hacia mí. Me pidió que bajara del bus, me abrazó y me dio las gracias.
No sé porque lo hizo, la verdad, pues su acto me dejó de piedra, pero sólo sé que después de abrazar a aquella persona de acero puro, me sentí en el derecho de no volver a llamarlo Rafa nunca más, y sí Rafel, que es como lo conocen en realidad todos sus amigos. Ya sé que no soy su amigo, no lo he vuelto a ver, ni creo que lo haga jamás, pero aquel chico no tenía ninguna necesidad de reconocer mi trabajo, y aún así lo hizo. Aquel muchacho no tenía por qué aguantar bromas de un desconocido, y no sólo las aguantó sino que participó en ellas, ni aguantar a un montón de gente que lo interrumpiera hasta el agotamiento mientras cenaba con sus amigos. Aquel chico, que se había sentado al final del bus entre su madre y su novia, y a quien ambas lo habían reprendido un par de veces por comentarios jocosos, tuvo su último gesto de normalidad apenas un segundo antes de convertirse en la gran súper figura mundial que todo el mundo esperaba.
Al regresar hacia la comitiva, el Rafa figura se comió a Rafel persona, y metamorfoseado en súper figura mundial recibió de golpe miles de impactos de flash, elogios, gritos, fotos con y de los presentes (yo no me hice una foto con él, ni me la haría jamás en ese contexto), y aguantó con una profesionalidad increíble todo el acto publicitario. Recuerdo también que destacó las maravillas del país y dejó ir alguna de las cosas que habíamos comentado durante el trayecto. Cuando acabó, se fue con los patrocinadores a almorzar y yo me fui al buffet. Allí me encontré a su madre y su novia, que me reconocieron y me alentaron a compartir el almuerzo con ellas.
De esto hace cinco años, y desde entonces sólo lo he visto, como es normal, por TV. Como hoy, que le he visto perder de nuevo contra otro gran campeón en la misma cita, el Open de Australia, y cuyo recuerdo me ha llevado a hacer pública esta historia, pues me hubiera gustado muchísimo que alguien como él hubiera conseguido ese éxito, uno más que añadir a sus otros triunfos entre los que me atrevo a destacar la capacidad inmensa de ser Rafel y Rafa en una misma buena persona.