De mañana no pasa que ponga el maldito árbol. Sin duda si no tuviera hijos no lo pondría. Lo odio. Odio el árbol, odio las bolas, odio los papás noeles de rafia, las campanas y los lacitos. Del espumillón ni hablo.
No es que no me guste la Navidad. Si me gusta. La mayoría de las cosas típicas de estas fechas me encantan: días de vacaciones, regalos, comilonas, dormir la siesta, las compras, pasear bien abrigada por Madrid en días como hoy, fríos y soleados, la ilusión de mis hijas por las fechas... Definitivamente todo lo anterior me gusta.Algunos pensareis que cómo es que no me gusta poner el árbol teniendo críos pequeños en casa. Pues os lo voy a explicar. Mis hijas sólo colaboran en la fase “abrimos las cajas y lo sacamos todo, después de romper 3 o 4 bolas nos aburrimos del proceso y nos vamos a jugar a otra cosa” –este año con las dichosas Monster High, seguro, ya lo estoy viendo. Y ahí me quedo yo, sola, poniendo el árbol.
Este año ya voy tarde. He visto en el Facebook que muchos de mis amigos ya han puesto el árbol. Han colgado sus árboles en sus muros. Árboles relucientes, ordenados, simétricos… si pensáis que nos creemos que os han ayudado vuestros hijos estáis listos, já (“lo hemos puesto entre los 4” juas juas). Me temo que esto va a ser una competición. Pues a competitiva no me gana nadie, que lo sepáis. Este año voy a poner un árbol de revista. Si, voy a recortar un árbol de los que salen en el Hola! y lo voy a pegar en la nevera, já.
Bromas aparte, si hay algo realmente chungo en las Navidades, eso es, sin duda, quitar el árbol. Recoger todo, meterlo en sus cajas de forma medio ordenada y guardarlo a la espera de otro año. Retomar la rutina y aguantar las lluvias de enero... eso sí que es chungo. Hasta entonces, a disfrutar!