Amargarse la vida es un arte: miras al vacío, piensas, buscas en tu mente la mierda más insignificante que puedas encontrar y, poco a poco, construyes una pelota que vas haciendo más grande cual escarabajo pelotero. Te alimentas de esa pelota y empiezas a formar parte de ella, la ves a tu alrededor, te oculta cualquier luz que pueda llegar a ti, te cierra los ojos y no ves, y tú tampoco quieres ver…
Un verdadero arte, sí, eso de amargarse la vida.
Qué coño estamos haciendo…
Qué coño estoy haciendo…
Ahogándome en charcos que no me llegan ni a las rodillas.
Atrapado en una habitación con la puerta abierta de par en par.
Poniéndome yo mismo la venda que me impide caminar, que me impide ir más allá.
Me aprieto el nudo, no da más de si, estalla.
Estalla de pensar por qué todos los caminos me parecen oscuros a pesar de estar bien iluminados.
Estalla de pensar por qué no me doy cuenta de que los problemas son menores y sólo existe por delante un futuro brillante.
Estalla de pensar por qué me vienen a cada instante pensamientos negativos que revolotean como una mosca cojonera y me hacen perder el sentido y la razón.
Y quiero decir basta.
Y quiero gritar ¡joder! Y cabrearme conmigo mismo, y gritarme estupideces.
Porque hay que ser estúpido para no pensar que la vida es maravillosa. Porque los problemas aparecen para hacerlo a uno más fuerte, que todo lo malo queda aplastado por los buenos momentos, que son demasiados, los sucedidos y los que están por llegar, los que te sacan una sonrisa, los que nunca olvidarás y los inesperados, los que aún no sabes que van a llegar pero que están ahí, esperándote, colocados en tu camino, ese que has ido construyéndote a lo largo de tu vida, esos que recordarás en un futuro.
Me paro, tiemblo, pienso.
Amargarse la vida es un arte, un bello montaje del que no quiero formar parte.
Porque la vida no está hecha para perderla pensando en estupideces.