El arte de encontrar tu sitio.
Saber exactamente hacia dónde vas.
Quedarte quieto, poner brazos en jarra, mirar alrededor y decir resoplando: “he llegado”. Cansado, prácticamente asfixiado, como si hubieras subido diez ocho miles seguidos sin bomba de oxígeno, pero en la cima, en el cielo. Mirar hacia atrás y enorgullecerte del camino recorrido, con tus tropiezos y caídas, con tus lloros y alegrías, con tus mierdas y putadas. De ellas está llena la vida.
Quizá sin haber puesto bandera en todos tus objetivos, tal vez dejando atrás algo por el camino.
Pero sentir paz.
Cerrar los ojos y tener la real y absoluta certeza de que no te falta nada, que podrías buscar un millón de años y no encontrarías nada más realmente importante. Qué feliz debe ser ese momento.
Sin sentirse perdido.
O en un limbo.
O en un cruce de caminos. Todos inciertos.
Sentir que no tienes ninguna duda sobre todo lo que has hecho y te queda por hacer, que has tomado los caminos correctos y no los fáciles, si no te pasaste de salida por no arriesgar.
Qué jodida la incertidumbre, asfixiarte no por llegar a la cima sino por las punzadas que dan los “¿estás haciendo lo correcto?, ¿hacia dónde coño vas? ¿te gusta quien eres, lo que eres, lo que estás construyendo?”.
Y qué jodido no tener respuesta, tener que esperar años luz para poder echar vista atrás y decidir si tenías o no razón.
Mientras tanto, solo queda seguir dudando, y en una de aquellas decidir si te quedas dudando o te miras al espejo de una vez.