Una de las ironías de su vida (de esas que anota puntualmente en su cuaderno de tapa roja) es que jamás le gustó la astronomía. Para él no tenía sentido contemplar las estrellas. No cuando bajo ellas la vida evolucionaba al ritmo furioso y excitante de los jadeos, de los aullidos de neón, del carpe diem de las drogas de diseño.
Y sin embargo, por puro golpe de suerte (de esos que anota con ternura en su cuaderno de tapa azul) pudo conocer la belleza del cielo estrellado en tu espalda desnuda. En tu piel salpicada de cientos de lunares, pequeños, desiguales. Únicos como copos de nieve. Con una sonrisa recuerda cómo los agrupaba en distintas constelaciones, trazando un mapa celeste del deseo, de la necesidad. Del amor, tal vez.
Cada noche acudía puntual a observar aquellas figuras, recorriendo las imaginarias líneas que les daban forma con los ojos o la yema de los dedos. Observándolas fluir y colisionar en novas en el transcurso de tu respiración dormida, como un astronauta perdido. A veces te reías al despertarte, y le preguntabas si podría predecir el futuro en alguna de sus sesiones, si podría adivinar dónde estarían décadas más tarde. Él se reía también y aventuraba toda suerte de cosas, de viajes en globo, de castillos en el aire y despertares con la aurora boreal.
Jamás acertó ninguna predicción porque ninguna incluía la enfermedad como posible. Y en menos de lo que podían imaginarse ella se consumió y se marchó. A la tierra, no al cielo. Y él se quedó a oscuras de nuevo, bajo un firmamento al que no le importaba si esa noche dormiría bien o no.
De todo aquello ha pasado ya mucho tiempo. Una costumbre le queda, sin embargo. Algunas veces sale de noche a un monte cercano, donde varios aficionados suelen reunirse. Y allí, con su telescopio, bañado por la luz de las estrellas que no es sino el recuerdo de algo que desapareció hace muchísimo, busca ciertas constelaciones. Conjuntos particulares que nunca existieron en un universo infinito e infinitamente viejo, porque nacieron de algo aún más extraño y precioso que el propio Big Bang.
Nacieron de la improbable combinación de su mirada y tu espalda.