El bañista llegó, examinó esa zona del río y le pareció adecuada. Había un poco de corriente en la orilla contraria, pero nada que su experiencia como nadador no pudiera controlar. No se veía un alma por los alrededores, lo cual también le atraía. Se desnudó quedando sólo con un bañador tipo bermuda, colocó cuidadosamente la ropa sobre una piedra que le vino muy a propósito y se introdujo en el agua.
Se dedicó a bracear un poco, controlando siempre si hacía pie o no. La prudencia, innata en él, le impedía adentrarse sin más y prefería ir controlando, casi metro a metro, el comportamiento del río y sus corrientes. Poco a poco fue tomando confianza y adentrándose un poco más. Su objetivo era cruzar hasta la otra orilla, que se veía mucho más agreste, inspeccionarla un poco y volver.
De pronto, se sintió mal. Le empezaron unos calambres en piernas y brazos, que imposibilitaban sus movimientos de experto nadador. Los nervios le impidieron reaccionar con calma. Se hundía y pataleaba sin control ninguno, tratando de volver a emerger. Con cada movimiento convulso tragaba un poco de agua y empeoraba su situación. Cuando ya se creía irremediablemente perdido, sintió que unos poderosos brazos lo agarraban por las axilas y tiraban de él. Medio inconsciente, le pareció sentir que alguien hacía las maniobras de respiración boca a boca y le extraía el agua que había tragado en su lucha por salir a flote. Cuando se recuperó, vio que estaba en la orilla, justo al lado de su ropa, se vistió y abandonó el lugar pero recorriendo con la vista todo lo que estaba a su alcance, para ver si podía localizar a la persona que le ayudó. Aparentemente estaba todo tan solitario como cuando llegó. Ni rastro de ningún ser humano.
Paró en el primer bar que encontró para echarse un trago que le ayudará a recuperar el resuello perdido con la aventura. Como era el único parroquiano, pegó la hebra con el camarero y terminó contándole lo que le había ocurrido. El camarero, un señor sesentón, de apariencia apacible, le contestó:
- Hace más de cuarenta años que no se ahoga nadie en esa parte del río. Y eso que tiene zonas bastante peligrosas y algunos bañistas, como la ven solitaria y tranquila, aprovechan para nadar un rato y relajarse. Esta historia que usted me ha contado, me la han contado al menos quince personas más en estos cuarenta años, y otras tantas historias iguales que me han llegado por distintos medios. Siempre son salvados en el último momento.
- ¿Y se sabe quien lo hace y si es siempre la misma persona?
- Lo único que le puedo decir es que hace cuarenta años, día arriba, día abajo, se ahogó aquí un señor por culpa de un corte de digestión. La única persona que fue testigo, fue un pescador, que vivía solo, sin familia alguna y que todos los días llegaba con su silla plegable, una caña con sus aparejos y dos botellas de vino. Empezaba a pescar y lo único que pescaba siempre era una buena borrachera. Durante varios días después del incidente no se le vio por los alrededores, hasta que un día apareció muerto. Desde entonces, nadie se ha vuelto ahogar, ha habido al menos treinta incidentes parecidos al suyo y en ningún caso se ha sabido quien ha sido el salvador.
- ¿Usted cree que el pescador…?
- Yo ni creo, ni dejo de creer. Lo que sé es lo que le he contado, y ésta, corre por cuenta de la casa.