Cuando mi novio me dijo que todos los sábados por la tarde iríamos a casa de sus abuelos, sí o sí, yo quise rebelarme contra la imposición. Su plan del sábado, además de comenzar con una siesta muy favorable, incluía una merienda familiar muy especial, y ahora ya no me la quiero perder.
Le gusta contarme que su abuelo es un escritor frustrado, un hombre que se hizo maestro por necesidad, pero no solo una necesidad económica, sino una impuesta también por amor, por su amor. Yo lo escucho y pienso que mi querido escritor y novio, es un maestro frustrado, que disfruta con los niños, se divierte retándoles a resolver acertijos, explicándoles anécdotas de hombres ilustres, recitándoles poemas rimados... No hay sobrinito, ni pequeño vecino que se resista a su verborrea embaucadora y no le siga como al capitán de ese imaginario barco en el que juntos navegan.
En la casa de sus abuelos parece que el tiempo se ha parado. Ellos viven tan afuera de la ciudad que la carretera se ha convertido en un camino de pequeñas piedras; son las piedrecitas que caen por la ladera de la colina donde se encuentra, solitaria, cada vez que llueve. Dentro huele a aceite de oliva mezclado con esencia de tabaco –tabaco añejo– pensé la primera vez que lo olí. Es un lugar que carece de los adornos, cuadros, flores o figuritas típicas del paso del tiempo. Todo está tan ordenado en cajitas y cajones que parece escondido, como si fuesen pequeños secretos del tiempo que hay que descubrir. El abuelo se sienta frente a la ventana y en una silla contigua, mi novio. Allí se quedan mirando la ciudad a lo lejos y hablando, como en susurros, de rimas, maestros y novelas, –¿y quién sabe de qué más?– me digo cuando los veo reírse desde la cocina, donde me quedo con la abuela.
La abuela Alma parece vivir en un mundo propio, privado y pasado. Con su pequeño cuchillo va pelando patatas mientras me hace reír con su forma de hablar. –No te enamores de un escritor, niña– me dice colocando un paño sobre la mesa donde caen las cáscaras de las patatas y luego, tras trocearlas muy finas, las echa en un cuenco con agua. –Mejor, que sea maestro, un hombre bien asentado. Mejor que no sea un soñador, ni aviador, ni poeta. Yo me enamoré de uno que estaba todo el tiempo viajando por las nubes y ¡cuánto me hizo sufrir!–
–Pero abuela, ¿no recuerda que su nieto es escritor? ¿Dónde tiene esas fotos de cuando ganó un premio en la escuela por un poema que escribió?
–¡Ay hija! ya sabes que los achiperris los tengo todos guardados, porque no son más que un "atrapa polvo", y me canso de trajinar limpiando. –Mi nieto era muy mono de parvulito, no como ahora ¡con esas barbas!
–Pues a mí me gusta mucho con barba. ¿Voy poniendo el aceite para pochar las patatas?
–A ti te gusta de cualquier manera, por eso lo miras embobada. ¿Pochar? ¿Es una palabra de esas modernas? Lo que está pocho, está pocho, y no hay manera de arreglarlo, niña. Las patatas deben estar fritas pero blanditas. Así es como le gustan al abuelo.
–¡Y lo que dice el maestro, va a misa!– le digo yo, antes que ella, y me devuelve una sonrisa con picardía.
Cuando las patatas están listas, la abuela empieza el ritual del bocadillo. Abre el pan por el medio y lo pincha con un cuchillo para sujetarlo, lo acerca al fuego de la cocina y lo quema suavemente, en silencio, con mucha concentración, primero por el lado de la miga y luego por el lado de la corteza. Yo la observo mientras el aroma del pan tostándose se extiende por toda casa y mi estómago empieza a gritar. Alma, corta tomates rojos, pero rojos de verdad, y los pasa sobre el pan, sin olvidar ni medio milímetro, termina colocando encima las patatas hechas muy blanditas, muy escurridas, con cuidado y empujado para que quepan más. Para entonces el abuelo y mi novio ya están sentados en la mesa de la cocina observándola extasiados, esperando el final del arte de Alma, esperando coger su bocadillo con las dos manos.
La primera vez que me senté en la mesa con ellos, yo solo quería morder ese bocata. Pero resultó que venía acompañado de algo más, algo inesperado.
–En realidad, la realidad no es esta– soltó mi novio de improviso.
–Tú, come y calla, muchacho– respondió ella refunfuñando. –Más te vale olvidarte de tanto misterio y de tanto juego de palabras. Nunca es tarde para hacerte maestro y hacer feliz a tu novia, como me pasó a mí con tu abuelo–.
Justo entonces mi novio me miró con una sonrisa que yo no había visto nunca y dirigiéndose al abuelo dijo: «¡empieza ya!»
–Vuelan los pájaros a tu alrededor/del olivo la flor/Alma, mi candela/la vida mía no fuera/sin el abrigo de tu sabor.
–¿Has visto, niña, lo que hace un bocadillo de patatas? Los vuelve "atontaos perdíos".
–Debo decírtelo, ¡corazón!/olvidaste decirme hasta cuando/crece libre mi pasión/si te estoy mirando– siguió el abuelo.
En ese momento me atraganté con el pan, por que más que una bola en mi garganta parecía tener todo una montaña de fuego. y aunque me sentí aliviada frente a tal tensión empalagosa, mi novio se había contagiado del extraño virus y sujetándome las manos continuó rimando.
–Despierto de madrugada/y me acompaña el frío/estás ahí ¡cariño mío/es dulce tu almohada–.
–Esto es lo que sucede, niña, cuando te enamoras de un escritor, o de un poeta, o de un soñador, mejor que sea un maestro. Yo enloquecí con un aviador que hacía rimas entre las nubes y luego desapareció. Entonces conocí al abuelo y me salvó de una vida de soledad/esta es la verdad.
–La verdad, madre mía, es que las mujeres sois el alma de la poesía/ que el mejor padre que tú me has dado, es el que está a tu lado/que vosotros sois el orgullo, mi familia/y que tu bocadillo de patatas será siempre mi pecado.
Desde aquella primera vez, no hemos faltado ningún sábado a la hora de la merienda. Y siempre acabamos de la misma forma, rimando piropos los unos con los otros. Yo estoy aprendiendo poco a poco, aunque esa es otra historia.