La señora que se acaba de sentar a mi lado en el autobus, ha plantado sus enormes lorzas rozando mi pierna e invadiendo mi vital y sagrado espacio.
He sentido su roce y he abierto los ojos, amororrada aún, medio perfleja y medio iracunda.
Después la perplejidad se ha ido y ha quedado la ira, invadiendo mi interior, haciendo que la masticara, que la sintiese en la boca como hiel.
La oronda señora ha abierto las piernas, despatarrándose sin pudor alguno, provocándome aún más. Incluso me ha parecido que sonreía. ¡Puta!
Ha sacado sus cascos, los ha enchufado al móvil y se ha puesto a tararear entre dientes una canción que no he reconocido. Mientras lo hacía, se ha abierto más de piernas y me ha robado más vida. Puta, puta, reputa.
Ha llegado hasta mi nariz el olor de un sexo que emana podredumbre y se ha mezclado con mi aliento a hiel, produciendo un apestoso olor a muerte.
Ha sido entonces cuando, con parsimoniosa calma, he sacado un boli del bolso y lo he dirigido con rabia hacia su rostro, clavándose en su ojo derecho que ha explotado produciendo un sonido extraño.
La señora ha seguido escuchando música a través de sus cascos, mientras por su ojo ha salido un hilillo de sangre que ha bajado por su estúpida cara hasta llegar a su barbilla. Una gota viscosa se ha quedado indecisa entre caer a su vestido o seguir ahí, vacilante.
He parpadeado cinco o seis veces rápido y he vuelto a mirar a la mujer. Sus dos ojos en sus cuencas, ningún hilo de sangre bajando por su rostro, ninguna gota trémula y dubitativa.
-Señora, disculpe, ¿haría el favor de sentarse bien, ocupando solo su asiento y no parte del mío?
-Uy, perdone, no me di cuenta...