El Aquelarre (1798)
—’aballo, ‘aballo —dijo mi hija, señalando la imagen de fondo de pantalla de mi celular—.—No, Pía —le respondí, utilizando el primer nombre infantil que Sofía consiguiera articular para referirse a sí misma—. Eso no es un caballo —le dije—. Esa figura con cuernos en el centro de la imagen es el macho cabrío, una representación del señor de las tinieblas, Satanás. Las señoras que están a su alrededor son brujas, practicantes de hechicería, quienes le han invocado para pedirle les conceda poderes oscuros a cambio de ofrendas humanas. Por ejemplo, ese niño al que se le miran las costillas y que extienden hacia él…
¡Bam! Mi explicación fue súbitamente interrumpida por la madre de mi primogénita y única descendiente (hasta el momento), quién no miró con buenos ojos mis intentos de ilustrar a la niña y me propinó un zambombazo que me sacudió el cerebelo.
—La niña no tiene edad para que le hablés de esas cosas —me dijo en tono severo.
Para no entrar en conflicto, ni recibir otra dosis de la misma medicina, tuve que darle la razón y, a la fecha, Sofía aún sigue pensando que El Aquelarre de Francisco de Goya representa a un grupo de lavanderas alrededor de un caballo.