Esto era el paraíso, comparado con la primera fila en plena calle.
Hay momentos en que duele y avergüenza pertenecer a Bolivia o al tercer mundo, da igual. Normalmente no paro de reír ante las ínfulas del régimen gobernante de que nos ha convertido poco menos que en la Suiza de Latinoamérica. Todo pinta tan maravilloso que, según dicen, nunca nos habíamos sentido tan orgullosos de ser bolivianos: campeonísimos en Dignidad ahora no tenemos que pedir plata a los organismos internacionales para pagar aguinaldos o alquilar aviones para pasear a nuestras autoridades. Es más, damos ejemplo de tener oficinas hasta en el aire: en un avión trabaja incansablemente Su Excelencia -porque hasta en fase REM sigue creando obras espectaculares para Bolivia, el penúltimo de sus sueños fue anunciar que tendremos el centro nuclear más grande de la región-, y en otro un poco más modesto, el Vice está corriendo a inaugurar alguna feria del ganado o tomando el puesto del amado líder, ante los repetidos compromisos internacionales de S.E. que demandan su insustituible presencia.Sin embargo, a pesar de las faraónicas construcciones (museos, estadios, palacios, coliseos cerrados, teleféricos, trenes metropolitanos al caer), que supuestamente nos ponen en la senda del primer mundo; el estado calamitoso de casi todas las instituciones públicas, empezando por las más básicas, desmiente atrozmente el tan cacareado despegue hacia las estrellas, tal cual la propaganda oficial ha venido recalcando con la puesta en órbita de la chatarra espacial comprada a los chinos a precio de oro. Todos los días nos despertamos con noticias de que en algún hospital no hay agua o suficientes camillas; que alguna escuela tiene goteras o rajaduras peligrosas; o que una oficina policial atiende a la luz de las velas porque acumula facturas eléctricas desde hace medio año y así podríamos enumerar otros casos hasta el hastío.Hace un par de días fui a renovar mi cédula de identidad, después de seis años como manda el reglamento. Nunca he extraviado ningún documento importante porque siempre he sido cuidadoso. Conviene serlo en un país lleno de trabas burocráticas e ineficiencia administrativa. Desafortunadamente, cada cierto tiempo toca movilizarse para actualizar la documentación y no estar al aire. Hasta para efectuar un minúsculo desembolso al banco piden el carnet, como si importara quién abone a una cuenta. La última moda es que los colegios andan pidiendo tal documento para las inscripciones cuando antes bastaba el certificado de nacimiento. De tal manera que padres preocupados o alarmistas llevan en manada a carnetizar a su hijos, por si las moscas. Con el aumento repentino de trámites, especialmente a fin de año por los viajes y al inicio de la gestión escolar, el SEGIP (Servicio General de Identificación) se convierte en un auténtico calvario tanto para los usuarios como para los propios empleados. Y certifico que lo sufrí en carne propia.Cómo es posible que, para una población cercana al millón, apenas haya una sola institución que se dedique a tales menesteres y que, para mayor vergüenza, funcione en unos ambientes adaptados de una casa particular y, ¡para variar!, al borde de una circunvalación para tráfico pesado (con el humo diesel que hay constantemente y el riesgo para niños especialmente) y en el colmo de la desdicha lejos de zonas céntricas. Hace una semana terminó la competencia del Dakar, y es repugnante saber que cada año el gobierno desembolsa entre cinco y diez millones de dólares para satisfacer hasta el mínimo capricho de los ricachones que vienen del norte a sentirse más hombres, montados en sus máquinas como guerreritos Mad Max de última hora. Por el contrario, no había habido ni un milloncito para construir un edificio en Cochabamba al indispensable Segip con todas las comodidades y otros rasgos de modernidad, empezando por los baños. ¡Ay, los míseros baños que vi en ese lugar!, con el cartel a la entrada de un fabricante de papel higiénico para mayor ridiculez. Retrato puro de país mierdoso colmado de miseria moral. Llegué al sitio alrededor de las nueve luego de tres cuartos de hora de soportar el recorrido meandroso del minibús. Desde la ventanilla ya se divisaba una larguísima cola de gente esperando en la intemperie. Me acerqué a la puerta atiborrada de curiosos para efectuar averiguaciones. Resulta que había una sola empleada sentada bajo un tinglado de calamina que sellaba en algún papel la fecha del día para los tramitantes en orden de llegada. Recorrí la fila hasta el final (calculé que tendría unas tres cuadras de largo) sopesando la idea de abandonar por lo lento del avance. Pero ya estaba allí y volver más temprano al día siguiente tampoco era aliviador habida cuenta de que muchos madrugan para ganar sitio. Había llevado afortunadamente mi reproductor MP3 para pasar el rato. El tiempo alternaba entre nubarrones y salidas de sol, no hacía calor todavía porque el día anterior había llovido. Los últimos estábamos en una pendiente de subida, con acera ancha pero sin pavimentar y con hierba crecida al lado de los muros. Al pasar más adelante se sentía humedad apestando a orines. Los vendedores de golosinas y refrescos en bolsitas con pajita se acercaban cada tanto. La fila no parecía avanzar y era exasperante. Me ponía de espaldas para que el sol me diera en el cogote. Sentía pena por los niños que se aburrían y tenían que refugiarse en algún rincón cercano. Un molle al borde de la calle era la única sombra. Más arriba, justo al llegar a la esquina de un cruce de avenidas comenzaban los puestos de comida callejera, desde chorizos hirvientes, sándwiches de chancho, hasta sopas espesas de ají de fideo. En ese punto se estrechaba la acera y era inevitable padecer los olores a fritanga y otros efluvios. Y la gente parecía feliz tragando sobre unos banquitos de madera, con el culo asomado al desnudo. Lo increíble era que esas cocinillas hechizas estaban encendidas sobre el paso de una red de gas domiciliario, tal como se podía ver el tubo amarillo en medio de dos comideras con un cartelito diciendo “peligro de explosión”. Una horripilante bomba de tiempo que a nadie parece importarle. Y vamos por el mundo jactándonos de ser la próxima potencia atómica.Tres horas después llegamos a la puerta para recabar el dichoso sello, con escenas de griteríos por gente que pretendía infiltrarse en la fila. Estampa de todos los días, me imagino. Sólo habíamos superado la etapa más difícil. Porque, ¡oh novedad!, una vez dentro había que sumarse a otra cola para que nos den el número electrónico de atención y de paso nos tomaran huellas digitales en el reverso del “certificado plurinacional computarizado” que los nacidos antes de 2007 estamos obligados a entregar para obtener el nuevo carnet. Irónicamente, no había papel o servilletas en ese gabinete para limpiarse los dedos entintados (recuérdese que por todo el recinto estaban los carteles de la papelera a modo de exclusivo auspicio, nomás vean la foto 2), y tuve que sacar una bolsa plástica de mi mochila para subsanar el inconveniente de alguna manera. “Siga la línea naranja”, me dijo la dependiente que me entregó el ticket nº 672 para ser atendido. No entendí el mensaje y me señaló una borrosa línea de color en el piso y tal cual un personaje de cuentos infantiles tuve que seguir el rastro por el pasillo. Graciosos estaban.
Este auspicio en Venezuela sería surrealista, ¿y en Bolivia, qué?
Finalmente desemboqué en una especie de anfiteatro escaleras abajo. El centenar de asientos no daba abasto para tanta gente que de alguna manera se arremolinaba hasta en las gradas dificultando el paso. Las pantallas de televisión semejante a las de los bancos constituían lo único moderno del proceso. Miré mi boleto y vi que faltaban por lo menos doscientas personas que atender antes que yo. Recorrí el recinto y no había un sitio libre dónde sentarse, ni banquetas ni poyos ni nada parecido. Resignado me tuve que apostar en la parte superior del anfiteatro donde había una suerte de mirador, apoyado en la balaustrada. No sé cuánto tiempo estuve ahí, pero de tanto estar de pie ya me dolían las plantas y daba unas vueltas por los pasillos para distraerme. Gente y más gente pululando, uno va detestando a la humanidad paulatinamente. Y que todo suceda dentro de una casa reducida pone a prueba los nervios de cualquiera. No había probado bocado después del desayuno; con todo, no daban ganas de comer ni una galleta en semejante ambiente. Por primera vez sentí que mirar a tantos congéneres agota, me ardían los ojos. Ni observar a un par de chicas guapas compesaba todo aquello. Tenía que llegar mi turno en algún momento. Suspiré cuando anunciaron mi número e ingresé a una oficina con escritorios numerados hasta el 12. En un lugar muy central de la pared estaba colgado el retrato del caudillo a todo color y con todas las medallas y bandas de su investidura. El amado líder inspiraba a todos aquellos sacrificados burócratas (no hay intención despectiva, hacían lo mejor que podían, como cierto respetable empleado, ya canoso, que megáfono en mano ordenaba los turnos de diez en diez en el anfiteatro y atendía dudas con humildad y buen talante) que de seguro eran el mal menor del sistema.
En mi caso, me atendió una mujer. Me hizo unas preguntas para corroborar datos y sacó la foto correspondiente. No tardó ni cinco minutos, el tiempo que le llevó tomarme la impresión pulgar, imprimir y plastificar mi preciada cédula de identidad. En su escritorio había papel para limpiarse, me lo ofreció. Salí al pasillo. Como acto reflejo miré el reloj de mi celular. Eran las tres de la tarde con cuatro minutos. Exactamente seis horas había durado el suplicio como seguramente para el resto de súbditos plurinacionales. Y después aseguran que vivimos en el país de las grandes transformaciones. A los coches les permiten reservar fecha vía internet para la inspección técnica vehicular. A los mortales toca asolearnos como ocas o pepas de durazno.Despues de seis horas, no queda otra que poner cara de prontuariado