Las tardes en mi barrio tienen un “no se qué”. Algo especial, difícil de describir con palabras, como el barrio mismo. El silencio en las calles; las persianas bajas en viviendas que tan solo se diferenciaban entre si por el esmero del dueño a la hora de elegir la pintura para el frente; los perros callejeros yendo y viniendo con la lengua afuera; alguna que otra bicicleta en su parsimonioso tranco, desapareciendo al doblar la esquina... mi barrio es como todos los barrios a la hora de la siesta, pero a su vez, muy distinto.
En la última calle, detrás de la plaza, está el campito con los postes que hacen de arco y allí, cuando todos duermen, los más pendejos nos juntamos para jugar a la pelota sin que nadie nos rete por gritar demasiado o correr el peligro de romperle un vidrio a algún vecino.
Y en realidad, tampoco simplemente es jugar a la pelota, eso lo hace cualquiera. Nosotros y digo nosotros, porque en el barrio somos alrededor de cuarenta chicos, jugamos en serio y ponemos lo que hay que poner, porque cada día competimos por premios y solo los ganadores se retiran felices.
El tema es así. Cada santa mañana, la pesadez del colegio. Al mediodía, la comida con la familia. Luego de esa rutina que roza lo soporífero, llega lo mejor del día.
A veces me pasa a buscar alguno de los chicos o directamente me voy en la bicicleta, para llegar más rápido. Es que así uno puede primerear el panorama y tantear el armado de los equipos. No es cuestión de confiar en el azar, una cosa es jugar con el “Zurdito” Gómez y otra con el “Camote” Larrazábal, que si bien será un buenazo de aquellos, de fútbol poco y nada, más que las ganas.
A medida que van llegando todos, se arman los equipos. Por eso, demorarse es garantía de ser relleno de un equipo con cero expectativas para la tarde en cuestión. Y por ende...
Pero no se crean que armarlos es un mero trámite, todo lo contrario, es un momento tenso, dónde se hace un pan y queso a los empujones, con rostros nerviosos y malhumorados, y se escogen los que están. Ya vamos viendo con quiénes contamos, especulamos con las elecciones contrarias y nos garantizamos los mejores.
Es una macana cuando alguno de los buenos no llega rápido, pero eso casi no sucede, porque seguro alguien los ha pasado a buscar para que esté en el campito si o si. Toda amistad termina al poner un pie en ese malgastado baldío. El solo hecho de ver los arcos, nos cambia el semblante, endurece el corazón e impregna el alma de un solo valor: el triunfo. Nos convertimos en meros materialistas, donde el resultado lo es todo.
Podemos llegar a estar a punto de tomarnos a puños con alguien que conocemos desde el jardín si creemos que está haciendo trampa en el pan y queso. Ni hablar en el partido. Están los que cobran todo, como si se estuviese jugando a la mancha. Al no haber árbitro, el que se siente fauleado detiene el juego y pide falta. Por eso se acordó cobrar solo las patadas arteras y los agarrones imposibles de disimular, en los que las remeras terminan descocidas o con un tajo de lado a lado. Igualmente las quejas son parte del juego y son pocos los valientes que en la actualidad tienen el coraje de agarrar la pelota con la mano y gritar en pleno partido “ful”. O lo vieron varios o no lo vio nadie, así de clarita es la cosa.
Los partidos son muy trabados, se habla mucho, se grita más, se festeja poco. Se cuida el cero en el arco propio. Es jodido remontar un gol en contra en el campito. Todos apuestan a la defensiva, a meter gente atrás, obligar al contrario a tirar pelotazos. El terreno no ayuda a hacerse el vivo con la pelota, hay que largarla rápido. Muchas matas de yuyos, algún que otro pozo y mucha bosta, por culpa de los caballos del viejo Félix, que los lleva cada mañana a trotar. No hay juego bonito, eso no existe.
Lo que sobra, son dientes apretados. Las mañas, la falta de compañerismo para con el contrario, el único deseo de ganar. No importa si ayer jugaste conmigo, hoy te piso la cabeza. Eso lo sabemos todos, por eso no hay resentimientos. Y más vale no llorar si la patada es fuerte, no es bien visto. En el campito venimos a hacernos hombres, carajo.
Los partidos duran media hora, sin cambio de lado. Por eso también es importante ganar el sorteo los días de sol y elegir el arco que le da la espalda, porque de lo contrario, no ves nada. Cuando llueve o está nublado, da lo mismo el arco. Se juega todos contra todos y se va llevando una tabla de posiciones. Gana el que más puntos obtiene, se desempata por diferencia de gol y llegado el caso, por partido entre si. Como en el fútbol real, que nos muestra la televisión.
El premio es lo mejor. Los ganadores quedan eximidos de hacer las tareas del colegio, la deben hacer entre todos los perdedores. También, por ese día, se evitan realizar los mandados que pidan los padres, el papelito con lo que deben traer del almacén se los dan a los vencidos. Pero lo que más nos interesa, la frutilla de la torta, es lo que sucede a la noche, cuando el sol se oculta: los no ganadores deben cavar al menos diez metros más del túnel que estamos haciendo en secreto detrás del campito, con la idea de atravesar por debajo la enorme muralla de casi dos kilómetros de largo, rodeada de lagos y bosques, que nos separa del resto de la civilización.
Es así, nuestro barrio tiene ese “no se qué”, que desde chico nos han enseñado a endilgarle a la lepra, el HIV y a otras pestes, pero que a nosotros, a nuestra edad, nos cuesta creer. Por eso nos hacemos hombres en ese campito. Porque el día que enfrentemos a los que nos excluyeron, vamos a tener que ser un solo equipo, sin pan y queso, con un único motivo, los dientes apretados y un corazón vengativo.
Este relato fue publicado originalmente en la revista cordobesa "Risotto" #4, correspondiente al mes de agosto.