El castillo

Publicado el 21 agosto 2013 por Durruti

Hoy siento la soledad como algo casi palpable a mi alrededor, como una sombra que recorre los pasillos esquivando mi mirada. El día no es negro o gris, brilla un esplendoroso sol que derrama su oro por las colinas. El amanecer cruzando mi retina crea un imposible horizonte de claridades. Los grillos ya detuvieron el soniquete de apareamiento, ahora es el imperio de los pájaros en la montaña y de los coches en la llanura lo que copa mis oídos. Desde las nubes, los alados sueños bajan a abrevar de las cabezas de los hombres en los valles. Todo azul y verde, todo blanco y ceniciento, todo de fantásticos colores empapados resistiendo un día y otro la indiferencia de los viajeros. El viento corre por mi cuerpo desgastado meciéndolo como al pasto dorado de esta inmensa llanura que siempre parece que comienza a arder. No recuerdo haber nacido, ni haber bebido el agua de las grandes mareas que se precipitaron sobre la tierra. Mi único recuerdo es un resgusto arenoso que me hace toser chinitas afiladas que me raspan la garganta y el frío pétreo de las tres tumbas escondidas detrás de la maleza.
No hay día en que esta imaginación imposible no me represente como antaño fui:
Un cazador envuelto en pieles que vuelve con la sangre entre los dientes y la carne en el estómago.
Un gran guerrero broncíneo que porta orgulloso el estandarte de sus victorias.
Un poeta con turbante y laúd enamorado de la luna llena para la que compone extrañas rimas siderales.
Un místico con sotana blanca y una gran cruz de hierro en el pecho extasiado ante el ondulado y suave horizonte de chumberas. ¡ Qué se yo! ¡ Tantas cosas fui!. Tantos nobles hombres albergaron mi alma que no me queda de ellos sino el desconcierto de un sueño inconcluso.

Y pese a todo, ¡Heme aquí! resistiendo los envites del tiempo. Un puñado vacío de piedras alzadas en un risco que se empina hacia las nubes, hasta el canto delicioso de las estrellas en el cénit que provoca el vuelo extravagante de las gallinas en el corral. Otros hombres arañaron la tierra a mi alrededor desnudándola por completo de árboles y animales, de bosques oscuros y pantanos peligrosos refugio de extrañas criaturas.
Esta tierra árida la fecundaron de nuevos pastos y la encadenaron con grilletes de asfalto y vallas. La travistieron para que no la recordase más como mía. Pero aquí está en mi silencio, escondido trás algún fronstispicio abandonado y rodeado de malas hierbas, el recuerdo del mundo que intentaron dejar atrás.
Hay están las grandes batallas, la sangre derramada por las murallas, los gritos apagados por el fuego de la forja, las risas de los comensales en el banquete de la victoria y los lamentos de las mujeres en las noches de derrota.
Las dulces caricias ocultas tras las largas cortinas de terciopelo oxida la corona sobre el trono carcomido. El viento, el viento entrando no ya como una tímida criada, sino como un vendaval de gritos que se estremecen en el eco de las mazmorras llenas de cadenas roídas y restos orgánicos de difícil identificación.
La lluvia sigue el camino del viento y erosiona la piedra, la pulveriza arrastrándola como polen a la llanura. La horca en el patio de armas espera el grito del verdugo para dejar caer su mortal carga de venganza y violencia. La semilla fecunda en las grietas agarrándose feroz con sus raíces al desgastado esqueleto. La boveda celeste me guarda con su ejercito de estrellas. Ah mi estrella, la más madrugadora, la primera del firmamento, fiel a mi espera. Aunque se interpongan en su camino las nubes más negras, siempre consigue encontrar un huequecito por donde saludarme. Siempre a una distancia infinita y siempre tan cerca de mis pensamientos.
Tan cerca que en las noches más cortas del año mis labios duros se posaban en su frente de nieve y todas las cosas del mundo sentían un escalofrío y sonreían. Los hombre al percatarse de la dicha del mundo sacrifican sus bestias, las mujeres se engalanan sus largos cabellos de sedas y flores. Las trompetas suenan rítmicamente en lo alto del castillo. Una excitación general hacía que se moviesen hasta los muebles acabando en el patio todo tipo de enseres entre mesas y sillas. La gran puerta pesada e inmensa se abre entre chirridos, golpes, esfuerzos y alboroto general de voces, palmas y risas. En el castillo entraban carretas cargadas de comida y vino. Los tirititeros se subían a los contrafuertes, los juglares afilaban sus voces. Un grupo de monjes encapuchados provenientes de la colegiata ensayaba sus cánticos. Los caballeros entran montados en sus caballos y damas provenientes de parajes próximos saludan ceremoniosamente a los clérigos y a los nobles mientras en el centro del patio se enciende una gran hoguera. Las mesas llenas de viandas y el vino generoso en las barricas auguraba un espectáculo imperdonable. Tragasables, lanzafuegos, zancudos, cabezudos y gigantes empiezan a cantar animando al vulgo más ocupado llenando el estómago. Pero una vez saciados los apetitos el baile se volvía frenética danza del fuego.
Si, así fue, así es como está escrito en mi memoria. No siempre fui un tétrico castillo. Una vez estuve rodeado de gente, me cumplían pleitesía y se arrodillaban en mi altar ofreciéndome sus armas y sus mujeres. Los jóvenes nobles se desposaban en mi capilla y en mi torreón los halcones posaban sus nidos refugiándose de las bestias del bosque. Traían de lejanas tierras a los más logrados artesanos para embellecer mis estancias con sus melodiosas arquitecturas. Pasé del arábigo al románico con la misma facilidad que del gótico al renacentista. En las noches tranquilas de invierno se sentaban alrededor de mi chimenea y se contaban por miles las historias de gestas increíbles, viajes fabulosos y bellas damas de tez blanca provenientes de lejanos países allende los puertos.
Una vez incluso yo me enamore de una bella princesa morisca cautiva entre mis muros junto a su madre, reina de los reinos de berbería a dónde emigraban los nobles lugareños en busca de gloria y oro. La tuve conmigo desde que nació hasta que se convirtió en una bella y dulce joven. Al paso de su fragancia se agitaban hasta las rocas más sólidas de mi estructura. Yo la trataba como una reina, como se merecía, y procuraba que en su habitación no hubieran demasiadas filtraciones de agua apretando los muros e impermeabilizando las rocas. Cerraba las ventanas con fuerza para que el aire frío de la noche no le cortase el sueño. Mantenía a ralla a ratas y culebras y de vez en cuando le enviaba de regalo algún aroma de sándalo o rosas, robado a alguna damisela del castillo. Cuando creció le enseñé las fuentes subterráneas de mis entrañas donde podía beber el agua naciente de la montaña y jugar y espiar a los nobles del castillo. Así es como se familiarizó con los modales de las cortesanas convirtiéndola en una mujer valiosa y deseada. Y tanto fue así que un mal día llegó un caballero que había participado en la toma de Sevilla y que andaba buscando mujer para establecerse en las nuevas tierras. El caballero al ver esa figura divina recoger agua del pozo y plantar el cántaro en su cintura se enamoró tan locamente que no pasó ni una semana y ya estaban desposándose en una iglesia-mezquita de las tierras del sur. Esa pérdida me dejó muy abatido y empecé a abandonarme hasta el punto de que las piedras del techo empezaron a desprenderse, abriéndole la cabeza a más de un desgraciado.
Pero aún así, nadie se cansaba de vivir entre mis muros. Ni cuando una vez en grupo de campesinos furiosos entraron arrasándolo todo por un asunto de impuestos y el señor les dio muerte dejando sus cadáveres durante un mes empalados el pié del castillo. Ni aunque el agua de mis pozos se hubiera vuelto más turbia y el olor de caballos y hombres no dejase apreciar las esencias orientales de las esclavas moras. Nadie se cansaba nunca de vivir entre mis muros, y así adornaban mis paredes con terciopelo y mis suelos con pieles de pelo blanco y frondosas alfombras de retorcidos dibujos geométricos. De mis techos colgaban magníficas lámparas de plata y bronce y grandes chimeneas con dibujos alegóricos daban pulso al castillo. No, Nunca nadie se cansaba de vivir entre mis muros, hasta que un día los hombres abrieron nuevas fronteras lejos del alcance de mi vista y los nobles acabaron bajando a las llanuras a disfrutar de lujosos palacios creados para el goce de los sentidos, llenos de comodidades que yo nunca podría ofrecer. Y con ellos se fueron los cortesanos con sus mujeres y niños, el ganado, la sangre y las brasas ardiendo. Poco a poco fueron despojándome de todas mis noblezas. los cuadros y las armaduras, las banderas, las largas mesas de madera de roble, las forjas, las ventanas, las lámparas. Un día vinieron los campesinos y empezaron a llevarse piedras mohosas para construir sus viviendas.
Pero ya de ese tiempo no me quedan más recuerdos. El transcurrir de los años ya sólo borra calendarios. Y la ausencia se convierte en un murmullo casi vacío, como el fino hilo de un huso en manos de una vieja tejedora. Yo no puedo dirigir mis pensamientos a través del tiempo. Yo soy pasiva muestra de los hombres que me encumbraron y me dieron fama y ofrendas para luego gozar del silencio de mis ruinas.


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