JULIA J. ECHENIQUE
-¡Maldita sea!- gritó don Aquilino Méndez. Una gota espesa de sangre corría por su nuca. En un instante el zumbido se alejó de él, dejándole una punzada extraña.
Comenzó a sentirse mareado, la visión borrosa persistía, aún abriendo los ojos. Bostezó movido por un cansancio repentino mientras se frotaba el cuello, estuvo a punto de caer pero Pedro, el pordiosero, le cogió en brazos.
- ¿Qué haces? – Gritó don Aquilino.- ¡Suéltame!
- ¿No ve le quiero ayudar? Casi se deja la nariz contra el suelo, hombre.- No lograba sostener la corpulencia de don Aquilino, se le resbalaban las grasas entre las manos.
- ¡Yo puedo solo!- Trató de soltarse pero volvió a tambalear.
- Bueno, decídase.- Pedro sudaba abundantemente - ¿Le ayudo o no le ayudo?
Don Aquilino Méndez miró el camino que llevaba hasta su casa, allá arriba, casi donde el pueblo perdía su nombre, y lo sintió como las antípodas de su calvario.
Puede leer aquí el artículo completo de esta escritora, de fe evangélica, titulado El Chiru-Chiru