Parece frágil, como una copa de cristal de bohemia y cuando estoy dentro de ella suena igual que cien copas de cristal de bohemia, llenas a distintos niveles y acariciadas por una cuchara. Cuando nos amamos, produce sonidos inimaginables que son cantos de sirena en mis oídos.
Se llama Sara y tiene veintitrés años. He vivido el doble de tiempo que ella y, desde que la conozco, he tomado conciencia de que nada he vivido. Suena patético, lo sé, aunque a mí me suena esperanzador. Ella llegó y yo, al fin, estoy vivo.
Llevo casado casi la mitad de mis cincuenta y seis años, atado a Carmen, una mujer que nunca ha estado viva, solo respira, camina, habla, se enfada, gruñe, folla -más bien mal folla, pues aún no la he oído clamar al de arriba, ni gritar "¡sí, sí, sí!" como hace Sara cuando lo hacemos-, me grita, me hace sentir pequeño y alguna cosa más hace, pero que ahora no recuerdo. Desde que nos condenamos, pues supongo que ella piensa de mí que soy también su condena, he malvivido. La conocí con dieciocho año y yo había perdido mi virginidad con quince. Ella era virgen y llegó casta y pura al matrimonio. Ni siquiera la noche de bodas pude tenerla, pues me prohibió acercarme a ella. Tenía la regla y después tuvo migraña y después dolor de espalda y después... Consumamos nuestra unión cuando había transcurrido más de un mes del maldito "si quiero" en la parroquia de nuestro barrio. De no haber sido virgen cuando nos casamos, de haber conocido cómo era en la cama, otro gallo me hubiese cantado y, tal vez, no hubiera conocido a Sara. Por ese motivo, y solo por la posibilidad de que mi vida hubiese sido otra y de que Sara no estuviera hoy en ella, bendigo cada día de unión que he vivido con la arpía de mi mujer.
Sara era compañera de universidad de nuestra hija Paula. Vino un día a casa , hace ya tres años, para hacer un trabajo con ella. Menuda, pizpireta, de rojos y jugosos labios, hermosos como un fresón maduro, melena negra como el tizón y unos ojos grises y enormes, como jamás había visto hasta entonces. Una maravillosa delicia en bote pequeño, como el más fragante de los perfumes. Cuando se presentó y pronunció mi nombre, descubrí una voz dulce como el almíbar, "hola, Pablo. Yo soy Sara". Me enamoré de ella. En silencio, en ese momento, embriagado por aquella chiquilla que podría ser mi hija. Me enamoré de ella y sigo estándolo hoy. Loco por gozar del favor de su primavera.
Viví en el más oscuro secreto esa locura y, cada vez que venía a casa, no podía soportar estar tan cerca de ella sin poder gritar que la amaba. Carmen estaba ahí, Paula estaba ahí y yo, perdido, estaba ahí y solo la veía a ella. Sara nunca lo supo y, de hecho, jamás le he hablado de ese primer día en que nos conocimos.
Fueron dos años más tarde, en trágicas circunstancias, cuando pude hablar con ella a solas, por primera vez. Sus padres perdieron la vida en un accidente de trágico. Lluvia, poca visibilidad, colisión en cadena. Fin. Paula y ella estaban muy unidas, eran inseparables y fue a mi hija a la primera que llamó para contarle la noticia. La acompañamos en su dolor, aún no sé cómo no me estampé contra la mediana de la carretera o contra algún vehículo que iba demasiado lento cuando fuimos a su casa para llevarla al tanatorio. Aún no sé tampoco cómo ni Carmen ni mi hija se dieron cuenta de cómo estaba yo, de lo asustado y perdido que estaba, del dolor que me causaba imaginar cómo estaba Sara.
Al llegar a su casa, abrió la puerta y se abrazó a mí. Sentí por primera vez el calor de su cuerpo tembloroso, su fragilidad, el olor de su piel, el aroma de su cabello. Sara... Luego buscó a Paula y Carmen la protegió como si fuese su propia hija. Por primera vez, vi a mi mujer cierta humanidad. En sus ojos, ninguna sospecha, pese a que en los míos brillaba un sentimiento cálido hacia aquella muñequita que sollozaba y repetía el nombre de sus padres.
En el tanatorio no nos separamos de Sara y tuve la oportunidad de olerla de nuevo. De vez en cuando, buscaba el calor de nuestros abrazos. De vez en cuando, buscaba mi calor. Ni el lugar ni el momento eran los apropiados. Quizás ningún lugar ni momento lo serían jamás y, por ese motivo, cada vez que la tenía pegada a mi cuerpo, lloraba por dentro.
Entrada la madrugada, mi mujer y mi hija estaban cansadas y, aunque Paula insistió en quedarse con Sara un poco más, yo lo hice en que se fueran a casas a dormir. Sara se negó a abandonar a sus padres y Paula me rogó que me quedase con ella. Sara era hija única y solo habían venido a despedirlos, amigos y familia, que empezaban a marcharse. La sala comenzó a quedarse vacía y Sara seguía deambulando por la estancia, con la mirada perdida y rota de dolor. Carmen y Paula cogieron un taxi y yo me quedé con Sara.
Cuando el cansancio invadió su cuerpo y los ojos luchaban por permanecer abiertos, Sara se tumbó en uno de los sillones de pie de la sala y apoyó su cabeza en mi regazo. Sentí ternura. "No es el momento, no es el momento...", me repetí una y mil veces, mientras acariciaba su cabello. Nos quedamos solos y ella se durmió.
La desperté con el alba y la invité a un café en la cafetería del tanatorio. Sara se desperezó, se peinó el cabello con los dedos y comentó que debía estar hecha un desastre. No pude por menos que sonreír ante tal comentario. Entró en la sala acristalada donde descansaban sus padres y regresó serena y relajada. Juraría que, en ese momento, Sara se convirtió en mujer. Esa sensación de fragilidad que siempre la acompañaba, quedó solo reducida solo a su menudo cuerpo, pues descubrí a una Sara fuerte. Brillaba al regresar a la estancia. Aceptó el café, me cogió del brazo y sonrió.
A las diez comenzaron a regresar amigos y familia y a eso de las once aparecieron Carmen y Paula. Tras el entierro, cogieron de nuevo un taxi y yo llevé a Sara a su casa. Aparqué el coche y me despedí, pero me pidió que subiera con ella. Me invitó a sentarme en el sofá y desapareció por el pasillo. Volvió vestida con un sencillo vaquero y una camiseta de manga corta y me ofreció un café. Conversamos, me contó su miedo ahora que sus padres no estaban, a no saber vivir sola. Lloró. En ese momento la abracé tan fuerte como pude, prometí que todo iría bien, juré que jamás la dejaría sola. Y no sé cómo pasó, cómo salieron de mi boca, aún ni siquiera acierto a saber por qué sucedió así, ese día y de ese modo, pero le dije que la amaba.
Me miró a los ojos y no pronunció palabra alguna, solo me besó. No en la mejilla, no. Me besó como besa una mujer al hombre que ama. Entonces lo supe. Habíamos compartido el silencio de amarnos durante todo ese tiempo. Nos abrazamos y nos besamos durante lo que me pareció una eternidad maravillosa. Después me cogió de la mano y me llevó al cielo. El cielo de su habitación de adolescente, con estanterías de libros de texto, adornada con posters y recuerdos de viajes, con fotos de sus amigos, una habitación similar a la de Paula. Estuve a punto de parar, pues a mi cabeza solo me venía la imagen de mi hija, pero Sara no me dejó que lo hiciera. Sara me amó. No era virgen, me advirtió. Me reí cuando me lo dijo y ella lanzó una sonora carcajada. "He conocido a vírgenes y no ha sido una maravillosa experiencia", y añadí "te deseo a ti, lo demás me da igual". Ahora que lo pienso, no sé quién hizo el amor a quién ese día. Sara anuló toda lógica, todo pensamiento razonable que pudiese hacerme frenar aquella mañana, pues me decía que no podía ser y ella me llamaba con sus ojos de gata. Desnuda, frente a mí, encantadora, divina, sensual, mujer...
Entrar en ella suave, con delicadeza, gemir casi susurrando, jadeos como si fueran viento golpeando los cristales... Cuando sentí su humedad llamándome por primera vez, todo mi mundo se desmoronó. No había pasado que lamentar ni futuro que temer. Sara y yo, abrazados, sintiendo... Su cuerpo se convulsionó con el primer orgasmo. Un hombre como yo, hastiado de la vida, sin esperanza alguna de ser feliz un solo día, uno solo, había logrado que sintiera, que vibrara, que gritara... Magia.
Desde aquel día soy feliz.
Sara trabaja en un colegio Aprobó las oposiciones de magisterio a la primera. También lo hizo Paula. Soy un hombre afortunado, las dos mujeres a las que más amo son también felices. Carmen va por libre. Hace más de un año que no dormimos en la misma habitación. Mi hija lo sabe, no hemos ocultado que, cuando se venda la casa, tomaremos caminos diferentes. Espero que comience a vivir, como yo lo he hecho. Llevo tres años viviendo y estoy contento. Cuando nos divorciemos, Sara y yo viviremos juntos, sin ataduras, nunca las hubo y no las queremos. Lo que tenemos ahora es maravilloso y así debe seguir siendo, hasta que dure. Uno, dos, cinco años más, la vida entera... ¿quién lo sabe? Bola de cristal nadie tiene para ver lo que el futuro va a depararle. Mejor así, ya que la vida se saborea con más intensidad cuando no se sabe nada, cuando no se espera nada, cuando todos los días llevan consigo un pequeño descubrimiento.
Ahora Sara está pegada a mi cintura y la carretera nos lleva a un lugar apartado del mundo. Me ha preguntado dónde vamos y he respondido, como siempre, "al cielo". Es lo que nos aguarda, lo que tenemos desde hace dos años. Nuestro cielo particular. Nosotros dos. A Sara le gusta la velocidad, el rugido de la moto, las curvas, su cuerpo y el mío como si fueran uno, el viento, la sensación de libertad. Dice que montar en moto es lo que más se parece a hacer el amor. Fue ella la que me animó a que me sacara el carné. Tuvo un novio motero y recordaba sus viajes con él. Me divierte que me diga que con el casco y el mono le recuerdo a ese chico de veinte años, cuando estoy a punto de cumplir los cincuenta y seis aunque, por otro lado, así me siento cuando estoy dentro de ella, cuando estallo de placer, cuando se aferra con sus piernas a mis caderas, cuando toda la habitación se perfuma con la fragancia de su piel, cuando grita.
Pronto llegaremos a nuestro destino y la tendré mil veces, diez mil veces, le diré "te amo" y repetirá "yo también a ti", y mis caderas golpearán las suyas y gritará mi nombre y, y, y...