dar fe de lo espiritual en las personas. (El cielo sobre Berlín. Win Wenders)
Son las seis de la tarde y el calor de la oficina comienza a ser insano. El sistema de ventilación es un apaño que no permite la depuración del aire y que, a última hora del día, vicia el ambiente. Los empleados llevan tiempo quejándose, pero no parece que haya solución alguna a la vista. Los edificios históricos acarrean problemas como éste, pero a las grandes empresas norteamericanas les otorga caché comprar edificios antiguos para establecer sus franquicias en Europa, a pesar de los problemas de salubridad que conlleva para sus trabajadores. Pablo se encuentra cansado y le desmoraliza pensar que aún resta más de una hora para finalizar la jornada. Una densa neblina se ha instalado en su visión. Se siente aturdido y tiene ganas de vomitar. Las nauseas le obligan a ir corriendo al servicio de señoras, el más cercano a su puesto. Tres impulsos provenientes de lo más profundo de su abdomen bastan para expulsar todo lo que su estómago no ha digerido en las últimas veinticuatro horas. Una vez vaciado, enjuaga su boca, enjuga sus lágrimas y se mira al espejo. Inmediatamente después de devolver creía encontrarse mejor, pero tras ver que la imagen que el espejo le ofrece no es la suya, se asusta tanto que vuelve a meterse en el casillero y vomita de nuevo. Bilis, esta vez. El esfuerzo le deja agotado, fundido, exhausto. No tiene fuerzas para ponerse en pie y enfrentarse al espejo. -El mareo me provoca alucinaciones-, piensa para sí, -no es más que un engaño de mis ojos; necesito levantarme, ponerme otra vez frente al espejo y asumir lo que vea en él-. Pablo se levanta con rabia y se encara con la imagen que hay frente a sí. -¡No puede ser!-, grita, -¡es él!-. Pablo siempre se ha considerado guapo. Es un hombre que, avalado por su éxito con las mujeres, y a pesar de sus casi cincuenta años, sigue desprendiendo feromonas a su paso. Pero a pesar de su elevado índice de autoestima, lo que acaba de ver en el espejo ha hecho de él, en cuestión de segundos, un hombre débil e inseguro. Una vez leyó en un periódico deportivo que Maradona tenía un trastorno de identidad provocado por los aires de grandeza, una especie de confusión de la realidad con la ficción que sus fans habían creado. Quizá eso, o algo parecido, es lo que le podría estar pasando. Sentando en su silla, con la mirada perdida en el horizonte del salvapantallas, una preciosa foto de una isla, reflexiona sobre lo que está aconteciendo en el extraño tiempo presente en el que se encuentra. Mantener la calma en un momento tan confuso como el que vive es la solución más inteligente. Es consciente de ello y trata de analizar las posibles causas que le han llevado a la realidad en la que se encuentra, una especie de déjà-vu invertido, una situación desconocida que le induce a pensar que está viviendo en una nueva dimensión. Sus compañeros le parecen nuevos, desconocidos. Ni siquiera el espacio físico donde se encuentra, si es que realmente se encuentra en él, le resulta familiar. Asustado y al borde de una crisis de ansiedad, recoge su chaqueta y sale corriendo a la calle. Siempre fue un buen atleta, pero la edad es un implacable fiscal que te acusa a cada esfuerzo. Ha cambiado el tenis por el padel y el atletismo por la bici estática, pero aún conserva el estilo de sus elegantes zancadas. Alcanza la Cibeles en menos de un minuto, pero los semáforos le obligan a parar sin poder continuar la despavorida fuga de sí mismo. El cansancio ha hecho mella y los riñones le exigen un apoyo. Una marquesina publicitaria es el lugar perfecto para ello, parece que la han puesto ahí para él. Levanta la cabeza y mira el cristal que cubre el póster. -¡Es él!-, grita en voz alta. Su chillido acapara la atención de todos los peatones que esperan en el semáforo. Pablo mira fijamente el cartel, como queriendo ver otra cosa en él, como buscando un autoengaño que sirva para aliviarle. Pero la imagen de Cristiano Ronaldo sigue ahí, sonriente, suficiente, chula, después de todo. La misma sonrisa estúpida que ha visto por dos veces en el espejo de la oficina, la misma que le persigue como un fotograma pegado a su retina. Una vez recuperado el aliento, da dos pasos hacia atrás para buscar una mejor perspectiva. Y vuelve a ver a Ronaldo. Pero esta vez, más allá de asustarse, suspira con alivio. El símbolo de Nike le lleva a pensar que no está tan loco, que, efectivamente, la imagen de Cristiano es un póster. No obstante, a fin de corroborar lo que acaba de ver, se acerca de nuevo un par de pasos y centra su mirada en el reflejo que el plástico le devuelve. -¡No!-, grita histérico, ¡Es él! El semáforo se pone verde y los peatones cruzan con la cabeza baja, con ánimo de alejarse lo antes posible del loco con traje que habla solo. Pero uno de ellos, un hombre con gorra roja que camina apoyado en una muleta, se para y le mira con una sonrisa difícil de interpretar, una mezcla entre malicia y ternura. Es la mirada de alguien que va un paso por delante, que sabe lo que está pasando, que entiende lo que los demás, incluido Pablo, desconocen. Hacía mucho tiempo que Pablo, el hombre de éxito, el triunfador, el V.I.P, no se sentía tan desvalido. Incluso hacía ya mucho tiempo que no tenía miedo. Pablo parece tener claro que está sufriendo una alucinación, pero, en cualquier caso, no puede discernir qué es verdad y qué es mentira, puesto que, dada la situación de su confusa existencia, es imposible hablar de realidad o ficción. Acaba de entrar en una nueva dimensión hasta ahora desconocida, en una suerte de vida dentro de su vida, la anterior, la de siempre, y ahora, descolocado por la pérdida de su ego, no es capaz de decidir cómo proceder. Sus piernas sí lo saben, al parecer son ellas quienes, de manera autónoma, guían al resto del cuerpo hacia la parada de autobús que hay junto a la marquesina, frente al Banco de España, en la calle Alcalá. El bus acaba de pasar y la parada está vacía. No sabe adónde ir, así que evita mirar el panel de los horarios, el plástico reflectante que lo cubre podría devolverle una vez más la imagen de Cristiano Ronaldo, si es que no es la suya propia. El bus número 8 hace su aparición y Paul no duda en subirse a él. Paga con un billete de cinco euros y le dice al conductor que se quede con el cambio. El autobús cruza en poco tiempo la Gran Vía, tuerce en Plaza España, baja hasta Príncipe Pío, sube por el Paseo de Extremadura y termina su recorrido en el Lago de la Casa de Campo. El concepto tiempo ha desaparecido para Pablo, su brújula interna no tiene norte, ni sur, tan solo gira como un bucle que le absorbe. Cuando se apea del interurbano, en plena Casa de Campo, no es capaz de dilucidar cuánto tiempo ha pasado desde que salió de la calle Alcalá. No puede decir, ni siquiera por aproximación, si ha empleado un minuto o una hora. En el estrato laboral que se mueve Pablo, el de los grandes ejecutivos, los ataques de ansiedad están a la orden del día. Hasta hoy nunca había sufrido uno, pero siempre había oído decir que en caso de presentar algún síntoma de desasosiego lo mejor es ir al campo. Parece que el bus número 8, el bucle que lo ha llevado por una secuencia espacio-temporal que aún desconoce, quiere darle otra oportunidad. Misteriosamente ha aparecido en medio de un gran parque, en uno de los pocos espacios verdes que se pueden encontrar en plena ciudad de Madrid. Esto le tranquiliza y le ayuda a tomar un decisión: la de quedarse allí, esperando a que esa fuerza que dirige su existencia le muestre el siguiente paso. Asustado y timorato, se sienta en la parada de bus. La única máxima, la regla básica que le guía, es no ver su imagen reflejada en ninguna superficie. De espaldas al panel de horarios, dirige su vista hacia ambos lados para comprobar si el mareo remite. No sólo no parece remitir, sino que va a más y se aproxima a la sensación de vértigo. Para evitar las nauseas, fija la mirada en uno de los postes que sujetan la cubierta. Pegado con celo hay un folio que envuelve el diámetro del cilindro. Tiene una foto. Pablo aguza la vista y consigue leer el encabezamiento del cartel. “SE BUSCA”, pone en letras capitales. Hace un esfuerzo por levantarse y, aun sin incorporase del todo, consigue ángulo suficiente para discernir con claridad la letra pequeña y el rostro de la foto. “Pablo Austero. 48 años. Enfermo de Alzheimer. Desparecido el pasado día 8 de agosto. Camina con una muleta y lleva una gorra roja. Si alguien lo ha visto, le rogamos que llame al teléfono 686188118”.Tanta coincidencia le está empezando a excitar. Esta cadena de sucesos extraños no puede ser fruto del azar. Si todo fuera fruto del azar él sería un hombre azaroso, y nunca le ha tocado la lotería, ni ha ganado premio alguno, ni siquiera es buen jugador de póquer, bingo o ruleta. Aunque, por otra parte, pensándolo bien, es un hombre con suerte, una persona a quien la vida le ha tratado bien, surtiéndolo de éxitos continuados, dotándolo de una posición social que sólo un grupo de elegidos ostentan en el país. Quizá sea el azar el gestor de sus pasos errantes, pero el recuerdo del hombre de la gorra roja y la muleta en el semáforo de Alcalá, le lleva a pensar que existe una explicación. No cabe otra posibilidad. No puede tratarse de una coincidencia. Pablo, confundido y rabioso, arranca de cuajo el cartel pegado con celo al poste, toma la hoja con ambas manos y la acerca a su cara para comprobar que se trata del mismo hombre. En la calle de Alcalá no se dio cuenta, pero ahora, mirando la foto con calma, se percata de que la cara de la imagen le resulta conocida. La incomprensión le lleva al enfado y el enfado le lleva a estrujar el papel y convertirlo en una bola. Rabioso, la lanza hacia delante con todas sus fuerzas. Pero no llega muy lejos y cae a los pies de alguien que acaba de llegar a la parada. Alguien que se apoya en una muleta. Al levantar la vista, Pablo ve la gorra roja y la sonrisa indefinida del hombre. Es el tío del semáforo. Efectivamente, su rostro le resulta familiar, cercano, le da la impresión de estar delante de un pariente suyo. Conoce esos rasgos y los asocia a los de su familia aun sin saber muy bien a qué miembro pertenecen. El hombre de la muleta se descubre, se acerca y le sonríe. La cara de Pablo se vuelve tan blanca como la de un albino, casi traslúcida. Se acaba de dar cuenta de todo. El hombre de la gorra se parece a él, es él mismo: Pablo Marías, el director general de la empresa; o al menos el recuerdo que Pablo tenía del propio Pablo Marías, o sea, de sí mismo, antes de que Cristiano Ronaldo suplantara su imagen. -¿Y tú quién coño eres?- pregunta Pablo con agresividad.-Date la vuelta y mira el reflejo que te devuelve el cristal- contesta el hombre de la muleta.Pablo obedece inmediatamente. Se gira muy rápido, como queriendo acabar cuanto antes con su paranoia, se acerca al panel y contempla horrorizado la falsa sonrisa de Cristiano Ronaldo. Enfurecido y sin ser dueño de sus actos, Paul propina un fuerte puñetazo al cristal, que se rompe en su parte central. Luego se gira enfurecido y se dirige al hombre de la muleta, dispuesto a asirlo por las solapas. Pero cuando alcanza su altura y se dispone a cogerlo, se frena de golpe, sin saber muy bien por qué. Al parecer, alguien domina su voluntad. -¿Quién es el del espejo? – pregunta Pablo.-Es tu imagen –contesta serio el hombre de la muleta.-No es mi imagen, es la de Cristiano Ronaldo.-Da igual, es una imagen cualquiera, un estereotipo, el de un triunfador, en este caso.-¿Y dónde está mi imagen?-Tú no tienes imagen. ¿Acaso sabes quién eres? Pablo se queda pensativo, sin saber qué responder. -Pues búscate y quizá te encuentres –continúa el hombre de la muleta.-Pero, ¿qué es lo que tengo que hacer? –pregunta Pablo desesperado.-Estaría bien que dejaras la cocaína, produce alucinaciones… Cuando lo consigas busca dentro de ti, lee, investiga, siente… y quizá puedas entenderlo…-¿Entender qué?-Entenderlo todo. -Pues ahora mismo… no entiendo nada...-Algún día lo harás. Entonces deberás mirarte en un espejo. Quizá la luz pueda materializar tu ser en lo que se supone que eres, y no en lo que te has convertido…-¿Pero tú quién coño eres? – pregunta Pablo tras unos segundos de silencio.-Digamos que… tu ángel de la guarda.Un coche de policía irrumpe a toda velocidad en la escena. El hombre de la muleta intenta huir torpemente. Consigue subir por el sendero a la pata coja, pero unos metros más arriba es placado por uno de los agentes del orden, que consigue reducirlo sin necesidad de tirarlo al suelo. Detrás del otro policía, el gordo, llega corriendo una señora de unos cincuenta años. Se parece a la mujer de Pablo, es como su mujer pero desaliñada y exenta de la clase que caracteriza a la señora Marías. -Pablo, ¿por qué huyes?-, grita enloquecida. Una vez se han tranquilizado los nervios de la captura, la comitiva se dirige al furgón policial. Justo antes de subir, el hombre de la gorra roja se gira, mira a Paul, le guiña un ojo y le sonríe, esta vez con ganas, sin ocultar en el gesto segundas lecturas.